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Evoca compromiso de Juárez para consumar “la segunda independencia”

En el 160 aniversario de la Batalla de Puebla, el presidente Andrés Manuel López Obrador evocó la “digna y congruente” posición del presidente Benito Juárez, en cuyas acciones se consumó “la segunda independencia” de México.

El mandatario colocó una ofrenda floral al pie de la estatua del general Ignacio Zaragoza, comandante del Ejército de Oriente, quien aquel lunes 5 de mayo de 1862, bajo una torrencial lluvia, encabezó la victoria de las fuerzas armadas mexicanas sobre el ejército francés, considerado entonces el más poderoso del mundo.

En su discurso el mandatario dijo: luego de la guerra de Reforma y del triunfo militar sobre los conservadores, los liberales necesitaban reorganizar la administración y enfrentar el déficit crónico de la Hacienda pública.

La tarea de reconstrucción nacional tenía como principal obstáculo la penuria económica del gobierno. Después del conflicto, de la guerra de Reforma, el cobro de impuestos estaba desorganizado, desarticulado. Los gobiernos estatales manejaban las finanzas con absoluta autonomía y la contribución que hacían al gobierno federal era limitada. El ministro de Hacienda, Guillermo Prieto, intentó convencer a los gobernadores de la necesidad de colaborar con la administración central encabezada por el presidente Benito Juárez. En una circular les decía: “No debemos olvidar que nuestras obligaciones internacionales pueden convertir en una farsa nuestra independencia nacional”. A pesar de los esfuerzos de Guillermo Prieto, las cosas no mejoraron y la situación económica del país iba de mal en peor. Las aduanas, que eran la principal fuente de ingresos, se encontraban prácticamente embargadas: la de Veracruz, considerada como la más importante, tenía comprometido el 85 por ciento de sus ingresos para el pago de la deuda externa. En 1861, en víspera de la Batalla que hoy conmemoramos, el déficit del presupuesto público se calculaba en 400 mil pesos mensuales, una suma elevadísima para la época.

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La angustiosa situación económica del país obligó a Juárez a tomar una decisión drástica con respecto a la deuda interna y externa de México: envió al Congreso una iniciativa para suspender los pagos de ambas deudas durante dos años. Esta medida dio lugar a que los países acreedores europeos iniciaran los preparativos para una intervención militar.

Sobre este asunto es necesario aclarar que la moratoria de pago fue un pretexto esgrimido por las potencias del Viejo Continente para entrometerse en los asuntos internos de nuestro país. El verdadero móvil era el interés de Inglaterra, Francia y España por imponer su hegemonía en el continente americano, aprovechando el inicio de la Guerra civil en Estados Unidos. A ello contribuyeron algunos reaccionarios locales, pues desde tiempo atrás, según ellos y como lo manifestara su principal ideólogo, Lucas Alamán, los problemas de México solo podían resolverse bajo el gobierno de un monarca europeo. Con esta idea, el conservador José María Gutiérrez de Estrada, que radicaba en Europa, desde 1854, había establecido negociaciones con el emperador francés, Napoleón III, el cual vio con entusiasmo la idea de contar con un monarca dócil en nuestro país que le sirviera de instrumento para extender su dominio sobre los pueblos de América Latina y competir con Estados Unidos con el mismo propósito expansionista. Un biógrafo de Napoleón III llegó a sostener que el Plan de las Américas fue el “pensamiento más profundo, el concepto más significativo y la empresa más notable del Segundo Imperio Francés”.

La otra prueba de que la moratoria fue únicamente el pretexto para la intervención, es el hecho de que la deuda de México con Francia era la de menos cuantía. Es decir, de los 18.5 millones de pesos del total de lo adeudado a ese país, a Francia, solo le correspondían 2.5 millones, cifra 10 veces menor que el costo de la invasión, la cual fue originalmente justificada con el cobro de dicho adeudo. En esta circunstancia, los gobiernos de Inglaterra y Francia rompieron relaciones con México: el 31 de octubre de 1861 los representantes de España, Francia e Inglaterra se reunieron en Londres para celebrar acuerdos, y decidieron enviar a las costas de México fuerzas combinadas de mar y tierra para ocupar las fortalezas y posiciones militares en nuestro país.

El presidente Juárez, consciente de la amenaza que se cernía sobre la nación y buscando evitar que esta nación, nuestro México, fuera invadido, derogó el 23 de noviembre de 1861 el decreto de suspensión de pagos. Sin embargo, la aventura intervencionista estaba en marcha. En diciembre de 1861 y enero de 1862 arribaron al puerto de Veracruz las embarcaciones de los tres países invasores. Los esfuerzos de Juárez por evitar a toda costa la guerra, dieron lugar a negociaciones en las que Manuel Doblado representó a México con extraordinaria habilidad. Inglaterra y España aceptaron los acuerdos propuestos por el gobierno juarista. Los franceses, en cambio, presentaban demandas intransigentes, buscando eludir el arreglo pacífico. Ante la divergencia de criterios, los países invasores tomaron la resolución de actuar de manera independiente, con lo que se rompió la Alianza Tripartita. Españoles e ingleses abandonaron las costas del Golfo, mientras que las tropas francesas avanzaban hacia el interior del país. Con ellos llegó Juan Nepomuceno Almonte, y pronto se unieron a las fuerzas intervencionistas otros conservadores como Tomás Mejía, Leonardo Márquez y Félix Zuloaga.

El gobierno de Juárez convocó a los ciudadanos a la defensa de México. El primer objetivo militar de las tropas francesas fue la toma de Puebla. A finales de abril de 1862, antes de partir rumbo a esta ciudad de Puebla de los Ángeles, el general conde de Lorencez, al mando de las tropas invasoras, envió desde Veracruz una carta al ministro de Guerra francés, en la cual sostenía con inocultable soberbia: “que era tal [la] superioridad racial, de organización, de disciplina y moralidad de las tropas francesas sobre las mexicanas que desde ya, y a la cabeza de sus seis mil hombres, se consideraba como el amo de México”.

Mientras tanto, aquí en Puebla, el general Ignacio Zaragoza animaba a los mexicanos que se preparaban para defender a nuestro país de los invasores franceses; les decía: “tenemos ante nosotros al mejor ejército del mundo, pero vamos a triunfar porque ustedes son los mejores hijos de la patria”.

Y así fue, es célebre su telegrama informándole al ministro de Guerra que “las armas nacionales se han cubierto de gloria; el enemigo ha hecho esfuerzos supremos por apoderarse del Cerro de Guadalupe, que atacó por el oriente a derecha e izquierda durante tres horas; fue rechazado tres veces en completa dispersión…. Calculo la pérdida del enemigo, que llegó hasta los fosos de Guadalupe en su ataque, en 600 a 700 entre muertos y heridos; 400 habremos tenido nosotros. Sírvase usted dar cuenta de este parte al ciudadano presidente”.

Tampoco olvidemos que hubo aquí, un año después, el también célebre sitio de Puebla, que duró 62 días, hasta que la ciudad sucumbió porque había para entonces 28 mil soldados franceses en nuestro territorio. Toda esta resistencia no solo fue heroica, gloriosa, sino también estratégica porque permitió a Juárez ganar tiempo, preparar la retirada hacia el norte para mantener en alto la dignidad de la nuestra República, no sin antes dejar organizada la defensa en todo el país con grupos que empleaban eficaces tácticas guerrilleras y que se convertirían durante todo el tiempo de la invasión en una verdadera pesadilla para el famoso ejército de Napoleón III.

Un novelista francés, George Delamare, reconocía que los partidarios de Juárez luchaban, lo cito textualmente: “a la manera de las avispas, que atacan, pican, echan a volar al primer movimiento de la víctima, y vuelven una y otra vez”. Y pronosticaba: “…Mala guerra para los franceses”.

Hay mucha historia que contar sobre la batalla de Puebla y los motivos que fueron determinantes para la restauración de la República y la consumación de la segunda Independencia de México. Pienso que además del heroísmo de los mexicanos ayudó el hecho de que Maximiliano y Carlota no eran exactamente lo que imaginaron los conservadores mexicanos. El mismo escritor francés a que hice referencia, cuenta que “el clero mexicano estaba mucho más interesado por recobrar sus privilegios que en aplaudir el liberalismo”. Dice, también, que “poco antes de darle la comunión a Maximiliano, el papa Pío IX, le dijo: ‘hijo mío, los derechos de los pueblos son cosa importante y hay que respetarlos, pero los derechos de la Iglesia son incomparablemente más venerables’”.

Sin embargo, Maximiliano, contrario a lo que pensaban los conservadores, firmó un decreto confirmando la nacionalización de las propiedades del Clero y autorizando la libre práctica de los cultos, lo cual enfureció aún más a los retrógradas. Por si fuese poco, al liberalismo de Maximiliano se agregó, aunque parezca increíble, la actitud humanista de la emperatriz Carlota, quien también hizo promover un decreto para garantizar a los peones, a los indígenas una justa “jornada de trabajo, la abolición de los castigos corporales y el pago regular de [los]salarios”.

Estos hechos causaron la pérdida del entusiasmo y el debilitamiento del partido conservador el cual había asaltado el poder por medio de Maximiliano para básicamente mantener los privilegios de las minorías del país y del clero.

Lo segundo que debe tomarse en cuenta es que el gobierno de Estados Unidos, aunque atravesaba por una guerra intestina, nunca aceptó la invasión de los franceses en nuestro país ni reconoció al emperador Maximiliano.

Hay pruebas suficientes de que el presidente Abraham Lincoln simpatizaba con el presidente Juárez, como el hecho de que el Benemérito vivió, por más de dos años, en el entonces llamado Paso del Norte, hoy Ciudad Juárez y en el estado fronterizo de Chihuahua. Además, el secretario de Estado de Estados Unidos, advirtió a diplomáticos extranjeros que la instauración de una monarquía en México “podría tener consecuencias molestas y acarrearía, tarde o temprano, serios conflictos entre las potencias que participasen en ello y los Estados Unidos”.

El mismo presidente Juárez, en una carta dirigida a un periodista de Nueva York, fechada el 27 de enero de 1863, le agradecía que hubiera pedido al Congreso de Estados Unidos evitar la entrada de armas de Francia a México; inclusive le expresaba la esperanza que tiene de que pronto Estados Unidos tomará, cito textualmente, “una parte activa contra” la nación invasora, no sin reafirmar la convicción de que el gobierno mexicano está “dispuesto a hacer una heroica resistencia sin contar para ello, más que con sus recursos propios”.

No obstante, es indudable que la salvación de México en este difícil trance, debe atribuirse, más que a ninguna otra circunstancia, al ejemplar proceder del presidente Benito Juárez, quien además de conducir el movimiento con eficacia política supo mantener inalterables sus firmes principios de lealtad al pueblo y de amor a la patria. Su voluntad era indomable; la convicción absoluta de que estaba sirviendo al país lo hacían inmune a todos los ataques. Ignoraba el desaliento. Decían sus adversarios que era “general mediocre en el campo de batalla, mal jinete, mal tirador”. Sin embargo, le reconocían “el genio de la adivinación. Pensaba en todo, lo prevenía todo. En su lucha por la libertad y la República que duraba ya 30 años, jamás había cedido, renunciado ni pactado”. El gran novelista mexicano, Fernando del Paso, en su obra Noticias del Imperio, imagina un diálogo en el cual Juárez le dice a su secretario:

–Yo lo único que sé montar bien es mula, Señor Secretario. Pero después de todo, las mulas saben andar mejor que los caballos por caminos muy difíciles sin desbarrancarse, ¿no es cierto?

–Así es, Don Benito.

Y el presidente continuaba con su reflexión.

–A veces, cuando pienso en todos esos libertadores de nuestra América: Bolívar, O’Higgins, San Martín o hasta el propio cura Morelos, me digo: todos esos fueron próceres a caballo. Pero si tú pasas un día a la historia, Benito Pablo, vas a ser un prócer a mula…

–Pero como usted ha dicho, Don Benito, las mulas llegan

más lejos.

–Perdón, don Benito, yo no quise…

– Usted no me replique. Así es: las mulas llegamos más lejos…

Lo cierto, y con esto termino, es que Juárez, el mejor presidente de México, era perseverante; siempre mantuvo una inquebrantable fe en la causa que defendía: fue honesto, austero, sobrio, demostró con hechos ser un hombre de principios y, sobre todo, un patriota.

¡Que viva Juárez! ¡Que viva Ignacio Zaragoza! ¡Que viva Puebla! ¡Viva México!, concluyó vehemente López Obrador.

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La noticia Evoca compromiso de Juárez para consumar “la segunda independencia” fue publicada originalmente en Turquesa News.

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