Concepción Lombardo, Toluca y la precoz adolescencia
Años decisivos en la historia de nuestro país, le tocó vivir a doña Concepción Lombardo, luego de la invasión norteamericana a nuestro territorio, la pérdida de la fortuna paterna y la división familiar, tras ser prisionero su padre de las tropas estadounidenses, lo que traería a su familia un inevitable “exilio” en la ciudad de Toluca, en donde a ella le espera una precoz adolescencia.
Continúa así la crónica de la ex “Primera Dama” de México dentro de nuestra serie “Mujeres Destacables”, iniciando el capítulo II de sus memorias, entregaremos dichas historias en capítulos íntegros, respetando la ortografía y redacción del documento original.
Capítulo II
Mi adolescencia, Tenancingo, Queretaro y Vuelta a México
Tenancingo es un Pueblo colocado grasiosamente enla falda de un elevado Cerro de forma cónica. Se encuentra a diez leguas distante de la Ciudad de Toluca o (Tollucan) lugar de los tules, que fue fundada por los matlatzincas y que pertenece al Estado de México.
El pueblo de Tenancingo, se estiende por la parte del norte al Cerro, donde se goza de una dulce y agradable temperatura y cuyas tierras producen plantas y frutas de la tierra caliente, como el plátano, el mango, el café y otras.
Sobre el cerro hay dos capillas, una a oriente y la otra al Poniente y más abajo hay otra tercera Capilla, que llaman el Calvario, y que colocada cimétricamente entre las dos primeras, forman como un adorno sobre aquella natural y elevada pirámide.
Tres ríos circundan Tenancingo, gozando además ese pueblo de una gran abundancia de agua que baja de lo alto de las montañas que lo rodean, lo cual forma la riquesa y fertilidad de aquella tierra, que produce copiosas cosechas de trigo, maís, frijol y otras varias semillas. Deliciosas frutas produce también aquel rico suelo, como peras, durasnos, chirimoyas, naranjas, limas, limones, y otras muchas de esquisito sabor, así como toda clase de legumbres. Tenancingo dista dos leguas de la tierra caliente ( donde el clima es cálido) y a la distancia de cuatro leguas, linda con el gran valle de Toluca que está al pie del volcán, llamado el Nevado de Toluca. La temperatura en aquella parte es fria, pero su población es numerosa y la mayor parte de ella se compone de ricos agricultores.
La principal industria de Tenancingo, es la fabricación de los rebosas que tejen las naturales del país con sedas de diversos colores, con algodones, y con finísimo hilo, dando a estos chales bellos y variados dibujos.
El orizonte en Tenancingo es algo limitado a causa de las montañas que lo rodean; pero los variados verdes de sus campos y la fertilidad de su suelo hacen de ese pueblo un lugar agradable y ameno. Las calles son rectas y bastante anchas, en el centro de la ciudad hay una bonita plaza en la cual está la Iglesia principal que es la Parroquia, y por consecuencia la más frecuentada.
Hay algunos bonitos paseos fuera de la ciudad, entre otros un hermoso molino que era bastante frecuentado y que era mi paseo favorito.
Cuando llegamos a Tenancingo, nos encontramos con una casa bastante lillplia y cómoda que mi tía Mariquita había preparado para nosotras. A los pocos días llegó mi abuela con mis otras tías y su hijastra que tenía unos diez y seis o diez y siete años.
Nuestra casa pertenecía a un Señor que tenía una tienda de abarrotes, por la cual debíamos forzosamente pasar cuando salíamos de la casa; yo a los pocos días de estar allí, ya era amiga de todos los tenderos, lo cual me valió el que cada vez que pasaba por la tienda, me llenaran las bolsas de pasas, almendras, y bolitas de goma.
Mis tías y mis hermanas no, tardaron en relacionarse con lo mejor del Pueblo, ayudadas de la tía Mariquita que conocía a todo el mundo.
El organista, su hermano, un primo de éstos que era el más guapo y elegante de la ciudad, el cura y otras varias familias (que casi todas eran entre sí parientes) formaban la Sociedad de mis hermanas.
El organista se enamoró de la hijastra de mi abuela, que se llamaba Tomasa, era visea y tan fea como el nombre que llevava, careciendo de gracia y de talento. El hermano del organista que era un rubio picado de viruelas, se enamoró de mi hermana Angela y el simpático y hermoso Ruperto, se prendó locamente de mi hermana Lupe. Estos jóvenes buscaban continuamente ocaciones para hablar y estar con mis hermanas e inventaban días de campo, paseos en asno y bailecitos. Mi pobre madre, sin duda a causa de graves preocupaciones, se esquiva.va y no asistía a ninguna diverción, confiando el cuidado de mis hermanas a mis tías. Yo que comensaba a meter mi cuchara por todas partes, me desesperaba de no poder tomar parte en esas reuniones y ponía en juego toda mi abilidad, para obtener de mi madre poder asistir a ellas pero mi madre, generalmente me lo negaba; pero por mi desgracia me lo concedió ·una vez.
Se trataba de un día de campo, yendo todos en asno; la comitiva se reunió en casa de mis tías, de allí nos fuimos a un lugar que llaman el Desierto, allí se almorzó y se pasó el día alegremente. Al caer la tarde, nos volvimos al pueblo, pero aquella juventud, no contenta con haberse divertido todo el día, proyectó el ir a bailar por la noche. A eso de las seis y media de la tarde, llegamos a una casa, que no recuerdo de quién era, allí dejamos nuestras cabalgaduras y se armó el baylecito, y allí fue mi primera y bien triste aparición en el mundo. Yo había estado como una cotorra; todo el día había reído, baylado y dicho tantas chusquerías, que todos aquellos jóvenes se propusieron divertirse a mis espensas. El refresco se componía de puchas, soletas, naranjada y algunos licores que por irrición les daban ese nombre.
Viéndome tan obsequiada·, pues todos me ofrecían biscochos y licores, bebí y comí cuanto me ofrecieron, pero ay de mí, aquel licor que nunca había yo probado, me subió a la cabeza y media hora después no supe lo que fue de mí. Sólo recuerdo que llegué a mi casa cargada y como dormía yo en el cuarto de mi madre, algo se me despejó la borrachera, por el miedo que me causó el entrar allí en ese estado. Mi madre se indignó al verme y me dijo, “Duerme, hijita mía, que mañana nos entenderemos”. En efecto, al día siguiente me administró una buena surra de azotes, y desde ese día se me retiraron por completo las licencias. Mis hermanas y mis tías fueron severamente amontestadas, y se lloró bastante por todo lo que habíamos reído la víspera.
En Tenancingo, como generalmente en todos los pueblos y ciudades de la República, se celebraba con grandes fiestas y procesiones el día de Corpus; esa fiesta tubo lugar en Tenancingo estando nosotras allí. Las calles estaban adornadas con arcos de flores y banderolas de diversos colores, en las ventanas lucían bellas colgaduras y en la procesión que recorría toda la ciudad, iban gran número de niños y niñas, vestidos de ángeles, de almas gloriosas, de personajes de la biblia y de virtudes teologales. La procesión se detenía continuamente en los altares que llaman posas y que alzaban las personas más devotas del pueblo; cada uno buscaba la mejor manera de lucirse, y de que su Altar fuese el mejor. Los niños hacían la parte principal en esta fiesta; unas posas representaban a Moisés con su vara, el cual al momento colocaban el Sacramento en el Altar, tocaba la peña y hacía brotar de ella el agua milagrosa. Otras representaban jardines con niñas vestidas de pastoras que arrojaban una lluvia de flores a la llegada de la procesión. Había unas Señoras ancianas propietarias de una cerería que imaginaron formar en su posa el cielo. Con algodón en rama hicieron las nuves y en medio de ellas colocaron un sin número de pequeñas alas de cartón semejantes a las de los Querubines, dejando en el centro de ellas un agujero por el cual pudiera entrar la cabeza de un niño. Rogaron a mi madre aquellas Señoras, que fuera yo a tomar parte en el Altar, y habién dolo conseguido me llevaron a la trastienda que estaba llena de muchachos de varias edades. Como yo era de las más grandes y valientes me subieron a uno de los puestos más altos por medio de una escalera de mano, en ella me monté como pude y saqué mi cabeza llena de risos por uno de aquellos agujeros. Había en el altar una gran profución de velas y de grandes cirios de cera, como que el comercio de esas Señoras no era de otra cosa, cuando las encendieron yo me creía en un horno. No me puedo acordar de esa fiesta sin horror, montada en aquella periquera, en que me sostenía por milagro, con aquellas luces delante de los ojos y con un muro de algodón delante de mi cuerpo! Si se hubiera caído una vela me hubiera achicharrado, y no hubiera quedado rastro de mi interesante persona. La fiesta terminó felismente, y ninguna desgracia hubo que deplorar.
Mi hermanita Refugio, la más pequeña de mis hermanas, se enfermó gravemente de un mal de garganta; mi madre, viendo que los médicos de Tenancingo no la mejoraban, se la llevó a la capital dejándonos al cuidado de mi abuela y mis tías.
A los pocos días de la partida de mi madre se desarrolló en el Pueblo una terrible epidemia de sarampión; no había casa con muchachos, en la cual no estubieran todos en cama. En casa se enfermaron mis hermanas y para librarme del contajio, me llevaron a casa de mi tía Mariquita, allí me encontré con Tomasa, la entenada de mi abuela, que estaba por la misma razón.
La familia de mi tía era reducida, se componía de ella, una niñita de cuatro años llamada Lola, y su marido que era un Señor que había pasado los cuarenta, de estatura bastante alta y flaco y seco en estremo, como que estaba tísico. Había vivido varios años en Europa, y le gustaba la buena vida, así tenía una despensa bastante bien abastecida; yo no tardé en hacer allí una visita cojiéndome una caja de sardinas con la cual me regalé dos días.
La vida en aquella casa era intolerable, triste y monótona en estremo: pocas diabluras podía yo hacer, porque el tío Isidoro ( que así se llamaba el marido de mi tía), era hombre que aguantaba pocas pulgas. Tomasa y yo, nos desesperábamos de aquella existencia y de vivir segregadas de toda la familia.
Un día me dijo Tomasa: “Sabes Concha; me han dicho que en el Cerro hay unas Aguilas muy bonitas, te gustaría verlas?” “Ya lo creo, le contesté, si no fuera más que por tomar aire y pasar un día fuera de esta casa”. Nos pusimos de acuerdo para empre der nuestra escurción y al día siguiente a las cinco de la mañana, burlando la vijilancia de mi tía, y de los criados de la casa, salimos secretamente con dirección al Cerro a pie, sin guía y sin proviciones. Emprendimos nuestro camino alegres y contentas de la escapada que hacíamos. Cuando comensamos a subir las veredas de aquella montaña, y a perder de vista el pueblo, algún miedo nos entró, pero la idea de buscar las Aguilas, nos daba valor. A mi modo de ver Tomasa (que ya era una muger) andaba buscando en lugar de las Aguilas algún pájaro, pues su ajitación era grande y muchas las vueltas que me hacía dar. Así pasamos horas enteras sin encontrar un ser viviente y sin oír otro ruido que el canto de los pajaritos que gorgoreaban en los árboles. El hambre nos comensó a atormentar y a fuerza de correr de un lado a otro, nos perdimos por completo sin poder encontrar el camino para volver al pueblo.
Yo me lamentaba amargamente de no haberme robado otra caja de Sardinas de la despensa del tío Isidoro, y hechaba en cara a Tomasa su poca previción de no haber pensado en llevar algunos comestibles; ella se desesperaba y lloraba, lo que me hacía pensar que el peligro en que nos encontrábamos era grande; por mi parte, tenía más hambre que miedo, y más temor de que llegásemos a la casa de mi tía, que de estar perdida en el Cerro.
Con horror veíamos desaparecer el Sol, pensando qué sería de nosotras si nos cojía allí la noche… estenuadas de fatiga, nos hechamos al suelo y allí llorando las dos, nos abandonamo·s a nuestra suerte.
La Providencia Divina, tubo piedad de nosotras, pues habría pasado media hora, cuando oímos el ruido de una cabalgadura; nuestro primer movimiento fue de terror, ¿qué hubiera sido de nosotras si la gente que se nos acercaba era un ladrón? fruta que abundaba mucho en aquellos tiempos; la fortuna quiso que fuera un sacerdote, nada menos que el Cura de la Parroquia, “Qué hacéis aquí solas”? nos preguntó. Tomasa le contó nuestra aventura y el buen Padre compadecido de nosotras se bajó del caballo, nos levantó del suelo y pie a tierra tirando su cabalgadura nos condujo hasta la casa de la tía Mariquita. El lector se podrá imajinar cómo nos recibieron, yo tube la fortuna de que toda la culpa se la hecharon a la pobre de Tomasa, y así fue mitigada la filípica que a mí me entonaron los tíos. Sin embargo, tube la desgracia de caer enferma al día siguiente de la epidemia que reinaba en el pueblo y no podía ser de menos después de la gran fatiga y asoleada de la víspera.
Mi tía, que temía el contajio por mi primita Lola, me mandó inmediatamente a mi casa, y en medio de mi enfermedad bendije a Dios por haber vuelto al lado de mis hermanas.
Cuando llegué ya estaban todas en convalesencia, así los cuidados de mi abuela y de mis tías fueron todos para mí. Mi mal no fue grave, en pocos días me encontré tan aliviada, que se me desató un apetito voraz; me tenían a una dieta rigurosísima, y esto aumentaba mis deseos de toda clace de antojos. Estaba yo en una piesa bastante grande en la cual había una alhacena en la pared donde se guardaban el azúcar, el chocolate, el café, y otras cosas para el uso de la casa, esta alhacena estaba siempre serrada teniendo en su poder la llave la nana Dolores. Delante de mi cama había un gran biombo, que me impedía el ver lo que pasaba en el cuarto; un día entró allí una de las nanas y en vos muy baja me dijo ¿”Niña duermes”? mi primer movimiento fue decir que no, pero al mismo momento que mi nana me hablaba, llegó a mi nariz un perfume delisioso de concerba de higos y pensando que iban a depositar en mi cuarto aquel presioso tesoro, me callé la boca, me finjí perfectamente dormida y esperé con grande impaciencia que me dejaran sola, no había yo oído el ruido de la serradura luego la llave debía estar pegada. Apenas salió la nana, me bajé de la cama como pude, pues mi debilidad era grande, arrastrándome en cuatro pies llegué a la alhacena, no me había yo engañado, ¡allí estaba el objeto de mis deseos! allí estaba una gran olla con la delisiosa concerba de higos! Metí la mano y tomé uno, la volví a meter y tomé otro, luego tomé otros y otros más, y tomé tantos hasta saciarme. Cuando volví a mi cama, estaba yo en un estado infeliz, porque las manos, los brasos y hasta la cara estaban pegajosas de miel. . . Esa misma noche se apoderó de mí una calentura tan violenta, que en varios días no supe lo que fue de mí. Mi primer recuerdo es el haber visto a la cabesera de mi cama a mi pobre madre que lloraba, luego supe que había yo estado tan grave, que por ese motivo la habían hecho volver a Tenancingo a toda prisa.
Las noticias de la guerra eran cada día más graves. Nuestro ejército había perdido dos importantes batallas en las cercanías de la Capital, Padierna y Churubusco, el 12 de setiembre atacó el ejército Norte Americano el fuerte de Chapultepec que era entonces Colegio militar. Los alumnos a las órdenes del valiente General Don Nicolás Bravo defendieron heroicamente el Castillo.
Don Nicolás Bravo, fue uno de los Generales más notables que lucharon por nuestra independencia.
El mes de Agosto de 1812 derrotó en San Agustín del Palmar al Gefe español Labaqui, tomándole los tres cañones que llevava, y haciendo prisioneros más de trecientos hombres.
Pocos días después de esta victoria, fue ejecutado en la Capital por orden del Gobierno Virreinal Don Leonardo Bravo, padre del General. Cuando éste recibió la noticia, mandó formar las tropas y sacar a los prisioneros como si los fuesen a fusilar; pero apagando en su corazón el justo sentimiento de represalia se abandonó al sentimiento de la caridad y perdonó a todos los prisioneros concediéndoles la libertad.
Algunos años después, el General perdió una batalla y cayó en poder del gobierno español, el cual olvidando la acción heroica de Bravo, lo tubo durante dos años en una prisión con grillos en los pies, y le confiscó su hacienda Ohichihualco dejando a su familia en la miseria.
Entre los jóvenes alumnos del Colegio militar, se encontraba Miguel Miramón que dio grandes pruebas de valor y que cayó herido y prisionero en poder del enemigo; esta conducta le valió al joven cadete la decoración del Valle de México.
El General Santa-Anna viendo perdida la batalla del Molino del Rey que está a las puertas de la Ciudad de México, y tomando el fuerte de Chapultepec, abandonó el mando de la infantería y con una gran parte de la caballena se fugó del teatro de la guerra dirijiéndose a Oaxaca. Era Gobernador de aquel Estado Don Benito Juárez, funesto personaje de quien tendré ocación de hablar largamente en estas memorias; Juárez no permitió al prófugo Presidente, entrar en la capital de su Estado, entonces Santa-Anna se dirijió a la costa y se embarcó para la Isla de San Thomas dejando el pais en poder del enemigo estranjero, Santa-Anna abandonó igualmente sus amigos y partidarios en circunstancias bien tristes para la patria.
Mi padre, que fue uno de éstos, tubo a su pezar que separarse de la política. El General Peña y Peña se puso al frente de la cituación, reemplazando a Santa-Anna en la Presidencia y abandonando la Capital se dirijió a la ciudad de Querétaro donde fijó la residencia del Gobierno.
El 16 de Septiembre de 1847, aniversario de nuestra independencia, entró el ejército norte Americano a la capital de la República! Esta triste noticia llegó a Tenancingo pocos días después, y cayó en casa como un rayo.
Grandísima aflicción se apoderó de toda mi familia, mi madre ignoraba la suerte que había corrido mi padre, mi abuela temblaba por la vida de mis tíos que uno era Coronel de Artillería, y el otro oficial de Ingenieros.
Se atropellaban las malas noticias que llegaban a profución y casi todos los días se derramaban lágrimas por la pérdida de algún buen amigo que había sucumbido en la lucha y que había muerto en defensa de la Patria. ¡Qué días tan amargos fueron aquéllos! ¡Qué negras nuves fueron a oscurecer los días alegres pasados en el gracioso Tenancingo! Yo era una niña, y sentía tan vivo el dolor de ver mi patria en poder del estranjero, que por varios días abandoné mis juegos y travesuras y uní mis lágrimas a las de mi madre y mi abuela.
Después de varias semanas de angustias, llegó una carta de mi padre avisándonos que se encontraba en Querétaro, y dando orden a mi madre para que cuanto antes nos fuéramos a reunir con él.
Mi gusto fue indecible con esta noticia, tanto porque anhelaba volver a ver a mi padre, como por la idea de un nuevo viaje y de conocer otra ciudad. En esa época sólo en coche o en dilijencia se viajaba en nuestro país.
El temor de encontrarnos con algunas fuerzas del enemigo, si emprendíamos nuestro viaje por el camino real, o bien alguna cuadrilla de ladrones que infestaban entonces la República, desidió mi madre a que nos fuéramos y por caminos estraviados.
Formábamos una verdadera caravana. Eramos mi madre, mis seis hermanos y yo; llevávamos tres nanas, Dolores, Clara y Bárbara y cuatro criados a caballo Ivamos divididas en dos coches grandes en los cuales había por debajo unas especies de amacas, adonde se ponían por turno las nanas. Cada coche iva tirado por cinco mulas y los cocheros ivan montados en una de ellas. Otra viagera iva con nosotras, una graciosa cabrita llamada Esmeralda que había yo comprado en Tenancingo recién nacida y que había yo criado y domesticado como si fuera un Perrito.
Este animalito no se separaba de mí, comía solo de mis manos, me seguía por todas partes y dormía al pie de mi cama. Mi madre se oponía a que la llevásemos pero mis ruegos y mis lágrimas fueron tales que enternecieron el corazón de mi madre y me concedió el favor de llevar con nosotras a mi querida e inseparable compañera, así emprendimos la marcha.
Los cocheros y los criados que llevávamos no conocían el camino; éran dos días con sus noches por aquellos llanos que se pueden llamar verdaderos deciertos semejantes a las estepas de la Rusia.
Al tercer día, salimos de aquel despoblado y nos encontramos con algunos jacales.[1] Nuestros criados se dirijieron allí para buscar alguno que nos dijera adonde estábamos. Un hombre salió de una de aquellas chosas, y nos dijo que nos encontrábamos a pocas legüas de la Hacienda de Nijini y que de aquella finca había sólo una jornada para llegar a Querétaro.
Nuestras proviciones se acababan ese día, así es que la aflicción de mi madre era grande.
Seguimos nuestra marcha y caminamos todo el día sin encontrar un ser viviente. A la caída del sol, nos acercamos a una montaña y comensamos a rodearla sin saber adonde nos llevaría la fortuna.
Caminamos hazta las once de la noche y ya perdidas las esperanzas de reposar algunas horas descubrieron los criados una lejana luz que nos llenó a todos de goso y que nos hiso comprender que estábamos cerca de un lugar habitado.
Sin embargo, parecía que mientras más caminábamos más se alejaba de nosotros aquel fingido Faro.
Nuestra anciedad duró hazta las doce de la noche en que por fin comensamos a oír algunos ladridos de Perros.
El lugar adonde llegábamos era la Hacienda de Nijini; situada en un punto árido y solitario. Su triste aspecto, la oscuridad de las abitaciones, aquellos muros ennegrecidos y el mal estado en que se encontraba la casa le daban un tinte de terror, que no se ha podido borrar de mi memoria.
Apenas entramos en aquella finca, se nos presentó una india vieja y enredada [2] y con un aspecto tan feo que parecía ser una de aquellas que los Indios suelen tomar por Brujas. Esta venía a hacer los honores de la casa y a llevarnos a las habitaciones.
Apenas instaladas allí, la India dijo a mi madre: “Niña[3] ten cuidado con tus criaturas, que no salgan afuera de los cuartos” “¿pero porqué?” le preguntó mi madre. “Porque en esta casa, le contestó la India, tenemos miedo de los ladrones y para que no entren aquí; tenemos una tropa de Gatitos que son bravos como tigres y que en la obscuridad de la noche no dejan acercarse a nadie. Cuando hemos oído el ruido de los coches y la llegada de Us. los hemos enserrado; pero ahora los voy a soltar”.
A la consideración del lector dejo el pensar el efecto que nos causaría tal noticia. El gran cansancio y el miedo nos impidieron de sacar la nariz por las puertas, así es que no tubimos el gusto de conocer esos animalitos.
Al día siguiente muy de madrugada salimos de allí acompañadas de un buen guía que nos puso en el camino Real de Querétaro. Dos días después estábamos al lado de mi amado padre:
¡Querétaro! ¡Ah! ¿quién hubiera podido saber en aquella época de mi niñez, que iva yo a conocer la Ciudad que más tarde sería el teatro de mi más grande desventura? Allí se despidió de mí la infancia, allí gozé de las últimas sonrisas de la niñez, allí más tarde recibí las últimas caricias de mi amado esposo, allí recibí su último beso.
Querétaro es la Capital del Estado de su mismo nombre. Se encuentra a 65 legüas de México. Es una ciudad de provincia de segundo orden. Está situada sobre una inmensa loma y rodeada de cerros áridos e incultos. Su población es de 47.000 habitantes. Posee un hermoso acueducto formado sobre gruesas columnas de piedra, sus arcos distan uno de otro más de 18 varas y su altura es de 27 varas. Esto es lo más notable que hay en la ciudad.
Posee también una bonita Alameda, poblada de grandes y hermosos árboles y un teatro bien decorado, y de construcción elegante, que los hijos del país pretenden poner al nivel con el Teatro Nacional de la Capital.
Las calles son rectas, y bastante anchas, y muchas casas no tienen más que un solo piso. Esto, y el número reducido de sus habitantes, hace monótono el aspecto de la Ciudad.
En sus alrrededores hay dos paseos bastante bonitos, uno se llama de la Otra Banda y lo forma gran cantidad de huertas y otro que llaman de la Cañada, que está a dos legüas de Querétaro.
Mi padre nos esperaba con la mayor anciedad, su carácter naturalmente alegre y en estremo cariñoso necesitaba de nosotros para consolarle de los desengaños de la política y del dolor de la guerra.
Mi padre había alquilado para alojamos una gran vivienda en el piso bajo de una casa. Los amos de ella se habían reservado unos cuartos y nos habían dejado el resto de ella con la mayor parte de sus muebles.
Cuando llegué allí, después de llenar de caricias a mi amado padre, mi primera ocupasión fue el hacer una inspección general de la casa, ¡Qué primores me encontré allí! unos escaparates llenos de trastos de mesa de todos colores, de muñecas, de flores de trapo! Unos nichos de cristal enserrando esculturas de Santos y de Vírgenes!. . . En uno de estos nichos, que era bastante grande, había un nasimiento formado con figuritas de cera primorosamente trabajadas. El Niño Jesús, la Virgen, los pastores todo era grasiosísimo pero lo que más me llamó la atención, fueron los animalitos de todas especies que babia allí, tan pequeños y tan primorosamente trabajados que eran unas verdaderas miniaturas.[4]
Mi vida en Querétaro siguió siendo lo que en Tenancingo, juegos y travesuras, pero no sé qué secreto presentimiento había en mi corazón, porque nunca estube contenta y deseaba salir de aquella Ciudad.
A los pocos días de nuestra llegada se enfermó mi Cabrita, y por más que la curamos se murió. Estas fueron allí mis primeras lágrimas.
Mi padre ya tenía algunas relaciones con las principales familias, de manera, que mis hermanas, luego se comensaron a divertir, y a ir a la sociedad. Se reunía en casa del Señor Domínguez[5], lo mejor de la Ciudad, alli se hacía la partida de tresillo y se solía bailar; mi padre y mis hermanas frecuentaban mucho esa casa.
El Señor Domínguez tenía un hijo grande casado, y con una numerosa familia. Entre sus hijos había una niña de mi misma edad con la cual hise luego amistad, y no podía pasar día sin verla; esa amiga fue allí mi fiel compañera de juegos y travesuras.
Hisimos buenas amistades y como de noche no nos podíamos ver procurábamos reunirnos de día e inventábamos juegos y paseos juntas.
Ella tenía varios primos y primas con los cuales jugábamos.
Vinieron las fiestas de la Epifanía y quisimos hacer la rifa de Compadres.
En esa época del año, se hase esa rifa que consiste en reunir número igual de Señores y de Señoras. Se escriben los nombres de todos en pedasitos de papel y se ponen divididos los Sres. de un lado y las Sras. de otro en dos urnas diferentes. Luego dos personas al mismo tiempo, sacan los papelitos de cada urna y gritan los dos nombres, los compadres interesados se abrasan y quedan hechos.
A los pocos días, se hacen mutuamente un regalo y en general los compadres hasen una cuotizasión y dan un bayle a las comadres.
Nosotras no podíamos esperar nada de eso; pero sin embargo algo esperábamos pescar de los primos y parientes de mi amiga.
Eramos sólo cuatro niñas, convidamos cuatro muchachos e hisimos nuestra rifa. Nuestros Compadres no nos dieron regalos pero quisieron obsequiarnos con un refresco y nos prepararon en casa de mi amiga una mesita llena de dulces y biscochos y una gran jarra con nieve de limón. No sé porqué, ni a quién de nosotras le vino la idea, lo sierto es, que antes que llegaran los Compadres nos enserramos a piedra y lodo en el cuarto y le dimos vuelta al famoso refresco. Cuando los Compadres llegaron no pudieron entrar y cuando entraron se encontraron sin nada, se pusieron fuera de sí de cólera, arremetieron contra nosotras para pegarnos, aquello era correr de un lado a otro para salvarnos de los mojicones, rompieron vasos, platos… en fin acabó aquello como una cena de negros.
Alberto, el más pequeño de mis hermanos, tendría entonces un año y medio se enfermó gravemente; una noche lo vimos casi en agonía, los médicos le habían abandonado y mi madre estaba loca de dolor. Teníamos una cocinera que poseía una escultura de la Virgen llamada del pueblito.[6] La pobre mujer, viendo la afición de mi madre, con lazo casa y tomó la imagen de la virgen, volvió con ella y entro al cuarto del enfermo presentándosela.
Mi madre se la arrancó de las manos Y anegadas ya la puso sobre el cuerpo de mi hermanito, E hizo una plegaria tan ferviente que la virgen santísima le concedió la vida de Alberto.
Esa misma noche, sin otra medicina que cucharaditas de agua natural, hizo una fracción del mal Y al día siguiente el enfermo estaba fuera del peligro.
Yo, que desde entonces he tenido una vocación a vestir santos, le ofrecí a la virgen un vestido en agradecimiento de fabor concedido a mi madre. Me puse luego a la obra y comencé por desnudar a la virgen[7] y quitarle sus joyas que eran bastantes y de algún valor . Tenía una corona de oro con algunos diamantes, un collarcito de perlas finas y algunos alfilercitos de oro con piedras. Puse todas aquellas prendas en una canastita y muy contenta y gozosa emprender un trabajo, me senté junto a la ventana quedaba para la calle coloque junto de mí aquellas joyas.
Mi padre me vino a ver trabajar y asomaba la ventana había dos indios que estaban en la banqueta de la calle riéndose de nosotros. La india le decía al indio en lengua otomí, “Mira esos tontos que nos oye y no nos entienden”, Mi padre que hablaba perfectamente ese idioma les dijo, “nada de eso bien sabemos lo que Us. hablan cuidado con esta saliendo de mi hijita”. Y Los indios se quedaron atónitos idiomas, no habiendo hasta entonces, oído a mi padre a hablar así.
Me encante tanto con aquella conversación que no pensé ni en la Virgen, miren su vestido y lo que fue peor, ni en sus joyas. Cuando mi padre se fue de allí, lo seguí haciéndole mil preguntas, Y 1000 caricias, y cuando volvía mi puesto, para seguir trabajando, había desaparecido mi canastita, mis agujas, mis tijeras, el vestido de la Virgen y sus joyas. ¡Me habían robado!
Una noche dormida yo tranquilamente y fui despertada por un gran ruido y movimiento la casa. ¿Qué sucede? Pregunté a mi nana. “lebántate niña, lebántate pronto”. Yo obedesí y corrí a buscar mi madre. Me encontré con mi padre, mis hermanas y los criados, en la sala de la casa matando unas hormigas que bajaban en manadas del techo. Estas hormigas eran bastante pequeñas y negras y lo peor de ellas, era que cuando las mataban, despedían un olor nubsabundo.
Esta planos con más de una semana y puedo decir que no reposamos en todo este tiempo. Para que pudiéramos dormir, bajaban los colchones al suelo y los rodeaban de cuerdas muy gruesas, sólo así no pasaban las hormigas, Pero era tal la multitud de ellas que bajaban por las paredes como anchas cintas de ceda.
Mi hermano Pancho, el mayor de nosotros, se había enamorado locamente de una Señorita, que según desían era virtuosa, bonita y poseía bienes de fortuna.
Mi padre aprobaba el matrimonio, pero mi madre se oponía y esto dio motivo a grandes disgustos de familia.
Mi hermano se empeñaba cada día más, y mi madre no hasía más que llorar.
¿Porqué era aquella oposición? ¿Porqué aquella repugnancia? Nadie lo podía comprender, pues paresía que aquella joven reunía todos los elementos para hacer la felicidad de mi hermano; sin embargo el corazón de una madre nunca se engaña, y en esa unión ella presagiaba la desgracia de su hijo.
Un día se presentaron en casa dos generales amigos íntimos de mi familia a los cuales mi hermano había suplicado que interpusieran su influencia con mi madre para obtener de ella el consentimiento de ese matrimonio. Así lo hisieron y fueron tales sus instancias, unidas a las de mi padre, que axedió a sus ruegos y al día siguiente se marchó para México con mi hermano para pedir la mano de la joven.
No recuerdo el tiempo que duró su ausencia, pero fue lo bastante para arreglar la boda y se volvió a Querétaro dejando casado a mi hermano.
Los novios llegaron pocos días después.
Mi cuñada era una joven de 23 a 24 años bastante bonita, pero caresía de lo que llaman los franceses charme. Hablaba poco y reía mucho. Su carácter paresía bueno, pero como no era franca ni espansiva, nunca pudimos conocerla a fondo. Yo estaba loca de contento de tener una cuñada, y la tenía acosada con mis demostraciones de afecto y mis caricias.
Pocas semanas estubieron con nosotras los esposos, teniendo que marcharse a San Luis Potosí, adonde estaba gravemente enferma la madre de Navorita, así se llamaba mi cuñada.
En ese año de 1848 el General Herrera Presidente de la República firmó el funesto tratado de paz con los Estados Unidos, por el cual perdió México una gran parte de su territorio.
El Ejército Norte-Americano evacuó la Capital, y el Gobierno, así como todas las familias que habían emigrado a Querétaro se marcharon para México. Nosotras fuimos del número, y apenas se recibieron estas noticias, comensaron en casa los preparativos del viage.
¡Con cuánto plazer dejaba yo aquella Ciudad adonde habíamos tenido tantos disgustos y adonde había visto llorar tanto a mi pobre madre!
Esa vez viagamos en diligencia, y nada notable nos ocurrió en el camino, ni que valga la pena de contarse.
Dos días duró el viage, la primera noche dormimos en Arroyozarco, adonde la empresa de las Diligencias tenía una posada bastante mala, adonde se dormía mal, y se comía peor; pero yo poco me preocupaba de todo eso, mi sola preocupación era el temor de volver al Hospital de Terceros.
Salimos de Arroyozarco a la madrugada y después de caminar todo el día llegamos a la Capital.
Nuestra casa de la Calle de Cadena adonde habíamos vivido desde que yo nací, no la pudimos ir a habitar, porque unos Oficiales del Ejército Norte Americano habían estado alojados en ella y la habían dejado en un estado deplorable.
Nos fuimos a vivir a una casita propiedad de mi padre, que estaba fuera del centro de la Ciudad y enfrente al Canal que llaman de la Alhóndiga.[8] Este sitio de la ciudad es mal sano y pronto tubimos que lamentamos de ello. Una tarde después de comer, me asomé al balcón con mi hermanita Refugio, que tendría entonces cuátro o cinco años. A los pocos momentos de estar allí, vi a la niña que se demudaba. ¿Qué tienes? le pregunté, “estoy muy enferma, me dijo, que llamen a Torres”.[9] Esto fue lo último que habló. Yo la tomé en mis brasos y corrí con ella llamando a mi madre y a mis hermanas. Fue aquello un ataque cerebral violentísimo, todos los cuidados que se le prodigaron fueron infructuosos y espiró a las dos a la madrugada del siguiente día dejando a mi pobre madre en la desolación y en la consternación a toda la familia.
A las pocas semanas de esta desgracia, pudimos entrar en nuestra casa de la Calle de Cadena. Esa casa pertenecía a la Comunidad de las Monjas de la Concepción; había en ella bastantes cuartos, casi todos alegres, y bañados por el Sol; la sala era espaciosa, tenía tres balcones que daban a la calle, y estaba lujosamente amueblada; sus paredes tapizadas de hermosos espejos y encima de las consolas algunos grupos artísticos de bronce y mármol, a lo cual mi padre era muy aficionado. Aumentaba el lujo del salón un gran piano de cola de fábrica inglesa y de una rica madera con adornos de bronce.
En la antesala estaba la biblioteca de mi madre, compuesta de las Obras de Walter Scott, varios libros de piedad y otros que no recuerdo. La recámara de mi padre, estaba en armonía con su carácter sensillo, pero la de mi madre estaba amueblada con extremado lujo, en el centro una gran·cama de madera con ricas colgaduras de seda y en el techo en una gran corona, pendían hasta el suelo. Los muebles eran de finísima caoba adornados de bronce estilo del ler. imperio.
Nosotras dormíamos en la piesa contigua a la de nuestra madre, cubrían nuestras camas unas cortinas de percal, sostenidas por pequeñas columnas que dividían el cuarto siendo éste de paso.
El comedor era bastante grande, y había también en él magníficos muebles franceses, del mismo estilo que los de la recámara de mi madre.
Dos alegres corredores tenía la casa, adornados con grandes plantas de Naranjos, Ortencias, y otras flores que daban un delicioso aroma. Gran número de Canarios, Jilgueros, y otros Pajaritos, nos alegraban con su canto, y mi amado padre, que era apacionado por toda clace de animales, pasaba allí sus momentos de recreación oyéndolos cantar.
En uno de los corredores había una gran puerta, adonde estaban pintadas las cuatro virtudes cardinales, al abrirla se subía un escalón, y se entraba al Oratorio adonde fui bautizada; la decoracion era sensilla, pero elegante, sobre el Altar seis grandes candeleros de plata, y al frente una pintura de bastante mérito representando la Virgen de los Dolores; a la derecha del Altar, un busto, escultura de madera, representando San Francisco de Asís en agonía; la belleza de aqúella obra de arte era grande, y se puede decir que era la joya del Oratorio.
A pocos pasos del Oratorio había otra puerta que era la del cuarto que ocupaba un hermano de mi madre,. Dn. José Gil de Partearroyo, Coronel de Artillería; disgustado éste, por el segundo matrimonio de mi abuela, a su salida de la Escuela Militar, se fue a vivir a nuestra casa. Siendo mi madre y mi tío, los dos hermanos mayores de su ·familia, se querían entrañablemente, y nosotras que habíamos nacido y crecido con este tío en nuestra casa lo amábamos como a un segundo padre. Más tarde, tendré forzosamente que hablar a mis lectores largamente, de este miembro de mi familia.
Dos patios tenía la casa, el primero bastante grande, pues cabían en él varios coches, el segundo más pequeño, y en él estaban las caballerizas que podían contener más de diez caballos. Otras más piezas había en la casa entre otras cinco que mi. padre había hecho fabricar en la azotea, adonde había puesto su estudio. Pero de toda mi casa, lo que formaba mis delicias, era un cuarto adonde estaba el tocador de mi madre; éste, estaba siempre serrado con llave y no se abría, sino cuando iva a bailes, o a otra sociedad. El balcón volado que allí había, lo habían cubierto con cristales opacos y estaba colocado en él un rico tocador de caova, con un gran espejo y a los lados de aquel mueble, dos hileras de cajones con sus manillas de bronce, teniendo adentro todos aquellos objetos que pueden servir para la toilette de una Señora.
Peynes, Peynetitas, orquillas, postisos enforma de trenzas y de rizos, flores, guantes, abanicos y qué sé yo. En el centro de la piesa una gran mesa redonda encima de la cual había en el centro un gran pebetero de plata, dos candelabros e infinidad de botes y de botellas de diferentes tamaños con aguas de olor y pomadas.
Enfrente del tocador, un gran espejo de cuerpo entero, sostenido por dos graciosas columnas de caova con adornos de bronce, a sus lados dos pequeñas cómodas de la misma madera, sobre las cuales había algunos grupos de fina porcelana, y a los costados del espejo dos sofás.
La entrada en aquel lugar era prohibida, particularmente a mí, que tenía la manía de tocarlo todo, pero yo me daba mis trazas y atisbando adónde ponían la llave, burlando la vijilancia de la nana Dolores, que era la guardiana, me apoderaba de ella e iva a gozar de todas aquellas bellezas que poseía mi madre.
Entrando allí, comensaba a abrir cajones, ¡qué preciosas flores me encontraba! ¡qué cintas de seda! ¡qué abanicos! no sabía qué tomar en mis manos. ¿Y los perfumes? cuál sería el más bueno, el más agradable al olfato? Tocaba todo, escudriñaba cuanto estaba a mi vista, una de las vezes que profané aquel Templo de la vanidad, encontré abiertas las cómodas, ¡qué cevo para mi curiosidad ! comensé a sacar lo que había en ellas; zapatos de raso blanco, y de otros colores, corsés, medias de seda, tomé un par de éstas, las enfilé como pude sobre mi calzado, luego me puse un par de zapatos blancos y yendo al tocador saqué de un cajón unos postizos en forma de risos los coloqué en mi cabeza, luego puse encima flores y finalmente un gran pájaro del Paraíso, que estaban entonces en gran voga. Embellecida así me fui a ver al espejo y me puse a hacer piruetas como si estubiera en un baile, estaba en lo mejor de mi diverción, cuando oí la voz de mi madre, y luego las de las cria das, que andaban en mi busca, ¿qué hacer?, cómo salvarme, para que no me encontraran en esa elegante toilette, me metí detrás del gran espejo de cuerpo entero, pero como éste no llegaba hasta el suelo, mis pies tenían que verse forzosamente; me ocurrió alzarlos, ¿pero cómo? No pudiéndolo hacer, subía uno y dejaba el otro en descubierto. Estando en esa difícil posición, se abrió la puerta, entró mi madre, entraron las nanas y no me vieron: ya ivan a salir de allí, cuando no sé qué movimiento hise, que vino a dar por tierra el Pájaro del Paraíso, y adiós mi fortuna, volvieron la cabeza asia donde había salido el ruido, y el Pájaro y mi pie me acusaron; entonces una de las nanas gritó: “allí está; allí veo un pie”. Dejo a la consideración de mis lecto res, el pensar cómo saldría de mi escondite, y la grasiosa figura que se presentó a los oJos de mi madre y de las nanas, fue una carcajada general, y aquella merecida burla me llenó de verguenza, y prorrumpí en amargo llanto. A mi madre le cayó tan en gracia mi toilette que no me pudo regañar, pero me impuso un castigo, porque me mandó a casa de mi abuela, adonde no me podía divertir, y adonde estaba lejos de mis hermanas.
Me acuerdo con horror de lo que allí me pasó. Con mi mala costumbre de abrir cajones, fui a rejistrar el del tocador de mi abuela ¿qué me encontré en él? una dentadura completa “y ¿para qué servirá esto?” me pregunté, “debe servir para tener dientes dobles y comer mejor” pues bien, probemos, y pensando esto metí en mi boca aquel objeto desconocido para mí ¿pero qué me sucedió?, cuando lo quise sacar no pude, y por más esfuerzos que hise, y por tirones que di no quiso salir, espantada de mi obra, llorando a mares y dando de gritos, corrí con toda la boca abierta a buscar a mis tías y a mi abuela, que al verme en aquel triste estado, no pudieron contener la risa; pero al mismo tiempo que se burlaban de mí, me decía una de ellas: “Ahora por castigo te vas a quedar así”. La otra agregaba: “¡Pobrecita! ya no podrás serrar nunca la boca”. Y estas bromas y estas amenazas no hacían más que aumentar mis gritos y mi aflicción. Así me tubieron un buen rato, hasta que mi abuela, compacida de mí, sacó su dentadura de mi boca.
Sabiendo que mis padres y mis hermanas ivan una noche al teatro, me propuse hacer en el mío, una gran función y que ésta fuera el beneficio de Hermenegilda. Para ponerlo en práctica, mandé comprar papel dorado y de colores, con los cuales fabriqué guirlandas que coloqué en el cuarto adonde estaba mi teatro, luego pedí a mi padre algunos cabos de sus velas de esperma, y con unas cuantas yerbas que corté de las mazetas, regué el suelo y la entrada del cuarto.
Como queria yo hacer una función grandiosa, me ocurrió vestir a Hermenegilda de Reina, ¿pero qué reina podía representar, con su modesto vestidito de percal y su pañuelo de algodón atravesado en el cuello? era preciso vestirla elegantemente, ponerle una cola, un manto, una corona… “Vamos a ver, me dije, si por fortuna encuentro las llaves de los roperos de mi madre”. Hise mi inspección, rejistré aquí y allá, y por fin di con ellas, llena de gozo, pensé “todo está arreglado”, y apenas salieron de casa mis padres, y mis hermanas, llamé a Hermenegilda, y entre ella, y yo fuimos a escojer lo que más nos agradaba para vestirla de reina. Los vestidos eran muy grandes, y no nos convenían, veamos los abrigos, había uno de terciopelo azul forrado con piel de Chinchilla, ése era muy caliente. “Tomemos entonces los chales chinos”. “Sí, sí, dijo Hermenegilda, con uno me hago la cola, y con el otro el manto”. Opté por aquello, y vestí a la reina ligándole en la cintura uno de los chales, suspendiendo el otro en sus espaldas, y colocando en su cabeza una corona de papel dorado. Viendo a la reina tan lujosa, quise yo también embellecerme, y rejistrando los roperos, me encontré con un rico chal de cachemira de la India, de ocho puntas, de color rojo, y con una ancha franja de colores. Lo ligué a mi cintura, y puso en mis hombros otro chal chino, de crespón blanco bordado de colores. Con estos ricos trajes, nos dirijimos al cuarto adonde estaba el teatro, al entrar allí, nosotras mismas, dos hermanitas de Hermenegilda, y un hermano de mi nana Clara, que componían el público, gritamos vivas y colocada la reina en su asiento comensó la función. No recuerdo ni lo que hise, ni lo que dije, pero debió ser mucho, pues que tube divertidos a los espectadores. En los entreactos pasaba yo soletas y confites, lo que hacía más amena la función. Estando en lo más alegre de la fiesta, oímos el ruido del coche que entraba al patio de la casa, era mi madre que volvía sola; al oír su vos, hubo un momento de terror, y luego una fuga general, y un sálvese quién pueda; apagué las velas del teatro y arrastrando tras de mí a Hermenegilda, atravesé enmedio de la oscuridad, los corredores de la casa hasta llegar a mi cuarto, y allí me metí con la reina debajo de mi cama.
Eran las diez de la noche, mi madre había vuelto sola: “¿Adónde está la niña Conchita?” preguntó a mi nana Clara. “Está con Hermenegilda jugando con su teatro”. “Que se vaya a la cama”, ordenó mi madre fríamente. Mi nana me fue a buscar pero no me encontró, preocupada volvió al cuarto de mi madre y le dijo: “No la encuentro”. Yo que oía todo aquello, sudaba frío y hubiera querido que me tragara la tierra mejor que el que mi madre me sacara de mi escondite.
Comensaron las buscas por toda la casa, no hubo piesa ni rincón que no rejistraran, finalmente dieron con nosotras, y salimos de allí más muertas que vivas.
Mi nana recibió una famosa filípica, y a mí, me impuso mi madre el doloroso castigo de quitarme mi teatro que nunca volví a ver. En cuanto a Hermenegilda se le prohibió subir a jugar conmigo, y se pasaron semanas sin que le pudiera yo hablar.
¡Cuántas lágrimas lloré viéndome privada de mi teatrito, que era la diverción que más me agradaba! Adiós beneficios, adiós, redoma encantada,
Adiós Brujas y Diablos y todos los personajes de la compañía que ya no volere yo a ver…
¿Y mi compañera fiel?, mi Hermenegilda a quien no podía ni hablar, ¿cuándo podría volver a jugar con ella y alzar ese terrible entredicho? Así pasé muchos días con la pena en el corazón, pero con la convicción que sufría yo un justo castigo.
Después de nuestro viage a Tenancingo y Querétaro, la gran preocupación de mi madre era mi educación.
No sabía yo escribir, apenas sabía leer, mi gran temor era volver al Hospital de Terceros, pero por fortuna San Antonio me había hecho la gracia de llevarse al cielo a tres de mis maestras, la que sobrevivía, serró la escuela.
En esos días había abierto una casa de educación una Señora viuda del General Múzquiz; este General había, tomado parte en la guerra de independencia, había sido Presidente de la República y su equidad lo llevó pobre al sepulcro, dejando su familia en la miseria. Esta hubiera podido subsistir con la pensión que le correspondía, pero el Gobierno no pagaba a las pobres viudas. Con esa Señora me puso mi madre y puedo decir que fui una de las fundadoras del Establecimiento, pues cuando yo llegué éramos sólo ocho niñas.
Mi nueva maestra era una muger de unos 58 años, de baja estatura, de talle fino y torneado como el de una joven; su cutis era delicado y blanco como el marfil, sus cabellos comensaban a blanquear y en sus disecadas mejillas y en sus hermosos ojos negros se descubrían las trazas del llanto y del dolor.
Si no hubiera tenido una nariz demaziado grande y mal formada, se hubiera dicho que había sido una muger bonita.
Llevava siempre un vestido de lana negro algo corto, el cual dejaba descubrir sus diminutos y grasiosos pies.
Su carácter era dulce y afable y sus modales de una gran Dama.
Nunca le oí alzar la voz y cuando nos reprendía nos llamaba a solas a su cuarto y allí nos hasía sus obserbaciones.
Había sido casada dos vezes, la primera con un Señor Campillo de Puebla, del cual tubo nueve hijos. Cuando enviudó se casó con el General Múzquiz y tubo otros diez hijos. De toda esta gran familia le vivían sólo nueve, tres del primer matrimonio y seis del segundo.
Ninguno de los hijos varones se ocupaba de nosotras en la Escuela.
Blas el mayor de los Múzquiz era un hermoso y exelente joven; tenía un modesto empleo en el Comercio, con el cual ayudaba algo a su familia. Joaquín, el mayor de los hijos de Campillo, se había dado a la embriaguez, y Pedro, el menor de los Músquiz, tenía una mala cabeza; entre estos dos hijos hacían llorar tanto a su pobre madre, que el vulgo la llamaba Santa Mónica. De las hijas sólo tres daban lecciones, Julia Campillo era la más instruida, enseñaba la gramática, la aritmética, y la historia Santa. Pepita daba lecciones de escritura y de bordado, en lo cual era muy práctica, sus bordados en blanco y en colores eran notables; yo tomé a esa maestra gran cariño, y lo poco que he sabido bordar, lo he debido a ella.
Lola, la más joven, enseñaba las primeras letras.
Allí no se enseñaba con azotes ni con castigos y menos con humillaciones, sino con amor y dulzura ¡Ah! si hubiera yo podido estar siempre al lado de aquellos Angeles!. . .
A los tres meses de haber entrado allí, aprendí a escribir, y en dos años que pasé en esa casa, me adiestré en la lectura, en la historia Santa y en toda clace de bordados.
Desgraciadamente la instrucción de esas Señoritas era limitada y no conocían el método de enseñanza, así es que poco se podía aprender, sin embargo, allí se comensó a abrir mi entendimiento, y si en esa época hubiera yo tenido buenos maestros, habría podido aprender mucho.
Con esos pocos elementos, y con mi vieja costumbre de pasar el tiempo en el osio, a los pocos meses de estar allí comensé a flojear, y como no tenía miedo de ser castigada, vivía yo sin cuidado.
Un día me llamó la Señora a su cuarto y me dijo con la mayor dulzura:
“Hijita mía, tengo una pena muy grande, porque te quiero mucho y tengo que separarme de ti”. “¿Porqué,Señora?” le pregunté muy asustada. “Porque no trabajas, me dijo, y tú comprendes que no puedo seguir recibiendo el dinero de tus padres de balde, por eso he pensado escribir a tu mamá para que ya no te mande”. Me hiso tanta impresión esta reprimenda que me heché a sus pies suplicándole me perdonara y prometiéndole la enmienda. La idea de irme de allí y de separarme de aquella Santa muger a quien mi corazón amaba tiernamente, me afligía en estremo, así es, que no volví a disgustarla más y puse tanto empeño en complazerla que después de mi cambio de conducta: me ponía por modelo a mis compañeras y me llenaba de elogios por mi obediencia y asiduidad al trabajo.
Me hise muy amiga de Pepita, mi maestra de escritura, la quería tanto, que algunos Domingos en lugar de ir a pasear con mis hermanas, suplicaba a mi madre que me mandase a pasar el día con ella.
Estaba yo tan contenta en aquella Escuela, que cuando me iban a buscar por la tarde no quería volver a casa.
La única nuve que allí oscurecía mi felicidad era el miedo que le tenía a Joaquín, el hijo de la Señora, pues algunas veces, lo encontraba en la escalera completamente evrio y me asustaba tanto, que saltaba yo los escalones de cuatro en cuatro para bajar más aprisa.
Al año de estar allí, se había aumentado notablemente el número de mis compañeras y había algunas de mi edad.
Cuando era el día del Santo de la Señora, o de algunas de sus hijas, nos hacían bailar, y nos obsequiaban con dulces y esquisitos biscochos que hacía la misma Señora, la cual no sabía qué hacer para obsequiar a sus disípulas.
No sabía yo bailar, pero me ingeniaba a saltar lo mejor posible y como teníamos por Cavallero a Blas el hijo de la Señora y a algunos de sus amigos, nos enseñaban lo bastante para divertirnos.
A fines del año 1849 el General Dn. Joaquín Herrera, que ocupaba el puesto de Presidente de la República, acabó su tiempo de Presidencia, y entró al poder Dn. Mariano Arista. Dn. Joaquín Herrera, fue el único que desde el tiempo de nuestra independencia acabó tranquilamente el término de ler. Majistrado de la República.
Mi padre era entonces diputado, y además de hacer la oposición al Gobierno, trabajaba por la vuelta del General Santa-Anna al país. Esto le valió una gran persecución.
Muchas noches tenía que dormir fuera de casa porque le daban aviso que lo ivan a prender; otras veces tenía que pasar varios días fuera de la ciudad, y se vivía en gran zosobra. Al mismo tiempo que a mi padre perseguían al General Miñón,[10] primo de mi madre.
Mi abuela, que tenía pación por la política y sus intrigas, reunía en su casa las juntas de conspiradores, y ocultaba algunos de ellos. Cuando venía la policía, los hacía salir por una puerta secreta que comunicaba con la casa de Dn. Eduardo Gorostiza, que mi abuela y con quien mi familia estaba íntimamente ligada. .
Llegó el mes de Diciembre; y aunque las circunstancias no eran propicias para divertirse, mis tías se empeñaron en hacer las posadas como lo hacían cada año. Estas comensaban el 16 de Dbre. y terminaban el 24 del mismo mes. Antigüamente era una piadosa costumbre con que se veneraba a la Madre de Dios en recuerdo de su viage de Nazaret a Belén para dar a luz al Redentor del mundo, pero luego se volvieron un pretesto para divertirse y bailar.
Para hacer las posadas, se reunían varias familias, por lo general íntimas y cada una tomaba una o varias noches.
Se comenzaba por ir todos los convidados al Oratorio o a un cuarto que preparaban con un Altar. Allí estaban los Santos Peregrinos, que eran un grupo de esculturas de madera representando la Sma. Virgen montada en un Asno, y San José a su lado.
Toda la Sociedad resaba la novena intercalada con varias estrofas cantadas. Luego se ponían los Santos en unas andas cubiertas de verdura, y de flores, y cuatro niñas vestidas de Pastoras, las tomaban en hombros. Se formaba la procesión, y todos los asistentes con vela en mano entonaban la letanía.
La procesión daba vueltas por toda la casa que iluminaban con farolitos de color, hazta que acabada la letanía volvían al Oratorio.
La procesión quedaba con los Santos y cuatro o cinco músicos que hacían parte de la comitiva. En el Oratorio entraban solo tres o cuatro cantores que serraban tras sí la puerta. Entonces los cantores de afuera entonaban la siguiente estrofa: “Quién les da posada a estos peregrinos, que vienen cansados de andar los caminos”.
Los de adentro responden: ”Posada no doy ni la puedo dar, pues serán ladrones que querrán robar”
Así se seguían varias estrofas hazta que finalmente se habría la puerta y entraba la procesión. El Oratorio estaba entonces perfectamente iluminado y al entrar allí casi todos los asistentes y en particular los niños que tomaban parte, sonaban pitos, panderos y tamborsillos, la música sonaba y los cantores entonaban alegres cantos en honor de los Santos Peregrinos. Allí se acababa la parte piadosa, luego, y era lo más frecuente, se bailaba hazta una hora avanzada de la noche.
La persona a quien le tocaba la posada hacía todos los gastos de música, refresco y alumbrado. Además, daba un regalo a todos los convidados. Algunos daban vasos de cristal llenos de dulces, otros bolsas de raso con confites, y solía ser tanto el lujo, que algunas personas regalaban canastas de plata y otros objetos de valor. En casa de mi Abuela se hacían varias noches, particularmente el 24 de Diciembre, la Noche Buena. Esa noche después de rezar la
novena, se hacía entrar la procesión con los Santos Peregrinos a un gran salón, adonde estaba preparado y bien iluminado el Nacimiento. Mi abuela y mis tías se divertían todo el año en prepararlo y en vestir los pastores y los personages que lo componían y que pasaban de 200 figuras de barro y de madera, entre las cuales había algunas verdaderamente artísticas. Lo más notable era el Paraíso con figuras y toda clase de animales primorosamente trabajados por mi Madre, así como el grupo de los Santos Reyes, cuyos trajes orientales llamaban la atención y cuyo Séquito era numerosísimo.
Después de visitar y admirar el Nacimiento se ivan todos a la Misa de media noche que llaman de Gallo. Cuando volvían a la casa, estaba preparada la cena, que generalmente se componía de exquisitos manjares, y deliciosos vinos. Luego se bailaba hasta la madrugada.
En aquellos días, mi padre y mi tío el Gral. Miñón se encontraban escondidos en casa de mi abuela. Una noche en los momentos en que salía la procesión del Oratorio vinieron a avisar que había entrado la policía.
Una de mis tías corrió a avisar a mi padre y logró salvarlo por la puerta secreta; pero el Gral. Miñón, no tubo tiempo de salir y se le ocurrió una estratagema bastante grasiosa y que era digna de su carácter. Se vino a reunir a la procesión, le quitó a uno de los músicos su guitarra y se puso a cantar la letanía.
Los policías catearon la casa y mientras los unos hacían sus perquisiciones, los otros seguían la procesión que continuaba su camino sin hacer caso de aquella gente. Esto demostraba lo que valía mi abuela. Uno de los policías, se acercó a los músicos y se dirijió precisamente al Gral. Miñón: “Dígame U., le preguntó en vos baja, ¿”cómo es ese Gral. Miñón pues no lo conocemos”? “Es un hombre feo, muy feo, le contestó y tiene una nariz muy grande” y en efecto así la tenía y con todo este aviso, no lo pudieron conocer.
Con esta buena fortuna, mi padre y mi tío, siguieron escondidos allí.
La noche del 24 había preparado mi Abuela una gran fiesta. Opípara cena, magnífica música, brillante iluminación y gran número de convidados. A eso de las once y media de la noche cuando nos preparábamos para ir a la Misa de Gallo, hiso erupción en la Sala el Gefe de la policía con varios esbirros, e intimó a todos los que estábamos allí la orden de no moberse. Entre tanto, otros muchos policías se esparcieron por toda la casa y fue tanto lo que buscaron que dieron con mi pobre papá, el cual dormía ya tranquilamente en su escondite. Allí lo prendieron y se lo llevaron a la prición de Santiago Tlatelolco, adonde estaban ya enserrados varios de sus correligionarios.
La prición de Santiago era un antigüo convento de Frailes Franciscanos, que en tiempo de la dominación española estaban en su apojeo. Está situada fuera de los suburbios de la Capital y en un terreno adonde antes de la conquista, tenían los Indios Axtecas un barrio poblado y floreciente. Desgraciadamente ninguna ruina queda allí de esa época. Por ser aquel lugar inculto y mal sano nadie vivía por ese rumbo y el antigüo convento se encontraba ahislado enmedio de aquella Soledad. Después de la independencia emigraron los Frailes y el Gobierno se servía de aquellos claustros ya para alojar tropas, ya para prición de estado.
El General Miñón, como lo solía hacer algunas vezes se había ido a dormir fuera de la casa, y por eso tubo la fortuna de que no lo prendieran,
La fiesta no podía seguir, luego que se llevaron a mi padre, se fueron los convidados y sólo unos cuantos amigos se quedaron a consolarnos y a oír las lamentaciones de mi ·madre y de todas nosotras.
Apenas comunicaron a los presos fuimos a ver a mi padre y pasábamos diariamente algunas horas a su lado.
A principios del 1850 dio el Gobierno una amnistía y fueron puestos en libertad todos los presos. Mi padre siguió siendo diputado y continuó haciendo la oposición al Presidente Arista.
En ese mismo año, el mes de Junio, se declaró en México la epidemia del cólera, que diezmó la población, e hiso innumerables víctimas entre las principales familias.
Por esta circunstancia desidió mi madre sacarme de casa de la Señora Múzquiz.
Cuando me anunció su resolución me heché a llorar suplicándoles que no me separara de mis amadas maestras; pero no logré disuadirla y tube que someterme a su boluntad.
¡Con cuánto dolor me separé de allí!
¡Cuántas lágrimas derramé al decir adiós a aquellas buenas amigas! Pero no las perdí nunca de vista, pude más tarde darles pruebas de mi cariño, nuestra amistad se estrechó con los años y se selló en las tumbas.
Anotaciones al calce:
[1] Jacal, chosas adonde viven los indios.
[2] Las Indias de México forman sus enagüas con varios metros de un género muy grueso de lana azul oscuro que tejen ellas mismas y que formando pliegues lo atoran a la cintura con una faja del mismo color.
[3] Los Indios dicen a todos Niña o Niño aunque tenga uno setenta años y tutean a todo el mundo.
[4] Querétaro tiene la espesialidad de esos trabajos así como de las Esculturas que suelen ser notables.
[5] Famosa Corregidora, que en el año de 1810 conspiró con Hidalgo Y otros caudillos insurgentes para el triunfo de nuestra independencia descubierta la conspiración por el virrey Venegas Mando prender a la Corregidora Y la tuvo o largo tiempo encarcelada.
[6] Esta virgen, la patrona de Querétaro, se venera en un santuario que está a las inmediaciones de la ciudad y hace grandes milagros a quienes le invocan con fe.
[7] Generalmente en toda la República Mexicana vísten los santos con vestidos de género.
[8] La Alhóndiga es adonde hacen los contratos de granos por mayor y que entran a la Ciudad por ese Canal.
[9] El Dr. Torres que asistía a mi familia desde hacía muchos años y en cuyas manos nací.
[10] El General Dn. José Vicente Miñón, fue en México popular por su mala cabeza, arrojo y valentía. El año 1821 fue uno de los que en la batalla de Arroyo Hondo derrotó a 400 Españoles, siendo sólo treinta el número de los Mexicanos. Esto le valió una decoración llamada de los 30 contra 400;fue el único de los valientes que no se murió.