Concepción Lombardo, antítesis de Margarita Maza
Tras la Guerra de Independencia, y con el país libre, pero en dolorosa formación, destacan dos mujeres que vivieron en bandos antagónicos, ambas fundamentales, ambas involucradas en defender lo que consideraban correcto: Concepción Lombardo y Margarita Maza, ambas primeras damas de México y en quienes deberíamos fijar la vista más allá de verlas solo como consortes.
De Margarita Maza ya tuvimos la fortuna de escribir sobre su vida, dentro de nuestra serie “Mujeres Destacables”, presentada aquí en el portal de noticias web de Radio Turquesa.
A partir de hoy y dada la circunstancia histórica de que doña Concepción Lombardo escribió sus memorias, trataremos de entregar dichas historias en capítulos íntegros, respetando la ortografía y redacción del documento original.
Capítulo I
Mi nacimento y mi infancia
Yo nací el Domingo 8 de Nbre. del año 1835 en México, capital de la República Mexicana.
En casa de mis Padres, fuimos doce hermanos, seis varones, y seis hembras; yo completé la primera media docena. Siendo tan numerosos fui distinguida desde mi infancia por la Providencia, y me han contado que para mi bautismo, se inauguró en mi casa un Oratorio, y que con gran pompa, fui bautizada en él. Me administró las aguas del bautismo, el Illmo. Sr. Obispo de Monterrey Dn. José María Belaunzarán. [1]
Mi padre, en esa época era Ministro de Hacienda en la administración del Gral. Barragán, y quiso dar a esta fiesta, todo el boato que requería su posición social.
Fue mi padrino de bautismo, Dn. Antonio Esnaurrízar, hombre rico, e influente, era además tesorero general de la Nación, y le llamaban el Virrey embalsamado, por su tez pálida, su lujo y su tirantez.
Asistieron a mi bautismo muchas personas notables, entre otras el General francés Don Adrián Woll, que a la caída de Napoleón I a quien serbía, emigró a México y prestó sus serbicios en las guerras de nuestra independencia. Este Gral. que más tarde traté con intimidad, me contó que mi bautismo fue de estremado lujo, que el refresco fue magnífico, los dulces y biscochos en profución, y que mi Padrino dio los bolos [2] de cuatro y ocho pesos en oro a cada uno.
Mi padre Dn. Francisco Ma. Lombardo fue un notable Jurisconsulto; huérfano desde su infancia debi6 su brillante carrera a sí mismo, y ocup6 puestos elevados en diversas administraciones, particularmente en las del Gral. Santa-Anna, a quien profesó una abnegación hasta el sacrificio. Figuró en d. primer congreso, y fue perseguido por el Emperador Iturbide, por haberle aconsejado que no se coronace.
Mi padre decendía de una noble familia irlandesa, la cual pasó a España el año 1640, una parte de esa noble familia se trasladó a Grecia, formando allí una generación de intelijentes sabios, literatos, jurisconsultos y notables Majistrados. La otra parte de la familia, se fue a España y se fijó en la Rioja donde nació mi abuelo Don Francisco María Lombardo. [3] A fines del año 1700 mi abuelo pasó a -Nueva España (México) en compañía de mi abuela Doña Maria de la Peña, la cual murió al dar a luz a mi padre, Por tales circunstancias no he conocido ningun pariente de mi padre.
Mi madre Da. Germana Gil de Partearroyo, era también de noble familia y de raza Europea, decendía de la casa Española del Marquez de San Felipe y de Da. Aurora de Guzmán, la familia de mi madre era de Andalucía.
Fue mi madre una de las mujeres más hermosas de su tiempo.
El General Escobar que sirvió a mi esposo, cuando estaba yo casada, me contó una anégdota que no carece de gracia, y que testifica la belleza de mi madre.
Siendo este Señor Capitán se encontraba un día de servicio en su cuartel, cuando vio de lejos a mi madre que tenía que pasar por allí, sin refleccionar las consecuencias que le traería su galantería, gritó: “Soldados, guardia, a formar” La tropa salió corriendo y se formó en línea, y presentó las armas al momento mismo en que mi madre pasaba, entonces él, arrojando al suelo su quepí, dijo: “¡Que pasa el Sol!”
Inútil es decir que el pobre Capitán fue a dar prisionero a un Castillo, y que gracias a los ruegos de mi madre; mi padre empleó todo su influjo para levantar esa pena al Oficial.
Habiendo perdido mi abuelo su fortuna y siendo numerosa su familia, colocaron a mi madre que era la mayor de sus hermanos, en el Convento de las Monjas de la Enseñanza para que la educaran. Salió de allí a los quince años, y mi abuela que era muger práctica, se propuso casarla·. “Tres partidos se me presentaron para ti, le dijo, pero el que más te conviene es Lombardo, porque a su edad, ya es diputado y es hombre de gran porvenir.” Mi pobre madre, niña tímida e inocente, educada bajo el régimen español de la estricta obediencia a sus padres, agachó la cabeza, y se sometió a la boluntad que se le imponia. Mi abuelo baldado desde sus desgracias, no tenía voz ni voto en su casa y no tubo ninguna parte en el matrimonio de mi padre. Presentaron al novio en la casa el Miércoles de Cenisa, y se efectuó el enlace el sábado de Gloria de la misma cuaresma.
Puedo decir que cresí hasta la edad de doce años como las plantas del decierto.
Mi madre, dotada de un gran talento natural salió de su Convento sin más instrucsión que la religiosa.
Como éramos muchos hermanos y como por otra parte, su posición social era elevada, y sus deberes de sosiedad numerosos, nunca hubiera podido educarme en casa y en un país como México, donde se carecía entonces de elementos (mucho menos) para ello.
A mis dos hermanas mayores, Angela y Lupe las pusieron en un colegio dirijido por un Señor Serrano, que hablaba francés y que daba alguna instrucción a sus alumnas. A mí y a mi hermana Mercedes, menor que yo, nos pusieron en una amiga [4] dirijida por unas señoras Peñarrojas; apellido perfectamente adaptado a sus corazones de piedra y por aquello de que “la letra con sangre entra” pues ese era su método de enseñanza.
No se por qué me pusieron allí, probablemente porque era yo la más traviesa de la casa y pensaron que .con el rigor que empleaban aquellas mugeres me podrían correjir.
Mis maestras pertenesían a la clace media, habían sido compañeras de mi madre en su Convento y caídas en desgracias de fortuna se habían puesto a enseñar.
Como mi señora madre no pecaba Por las dulzuras y como por otra parte yo no me las merecía, al entregarme con sus amigas, le dijo a la directora, “Guadalupe (así se llamaba) haz con ella como si fuera tu hija”. ¡Ay de mí! Si mi madre hubiera comprendido el valor de aquella recomendación y todas las torturas a que me iban a sujetar, cierto que no la hubiera hecho.
Mis maestras ocupaban una bibienda en el Hospital de Terceros. A la entrada de la casa, había un espasioso patio rodeado en cuadro de una ancha galería. A la isquierda de la puerta de entrada una gran escalera y enfrente de la puerta el cuarto que llamaban el depósito, nada menos que era el lugar adonde ponían el cuerpo presente a los muertos. De manera que cuando había un cadáver en aquel cuarto, las niñas pasábamos a toda carrera por en frente, tapándonos los ojos.
La escalera era grande y bien iluminada y en su primer tramo había un gran cuadro al olio representando a Job lleno de gusanos en el muladar, con su muger y sus amigos que le están haciendo más dura su situación.
Concluida la escalera se llegaba a un gran corredor que rodeaba toda la casa. A la isquierda el Hospital. Nosotras no pasábamos por allí, pero no dejábamos diariamente de hechar una furtiba mirada a los enfermos.
A la derecha, en el rincón del corredor, la vivienda del Administrador, un Señor Esnaurrízar, y en el extremo del mismo corredor la vivienda de mis maestras.
La casa no tenía más que tres cuartos y una cosinita bien oscura.
La familia de mis maestras se componía de una anciana que de seguro pasaba los ochenta, a la cual le llamábamos todas tía Pepita, y cuatro sobrinas solteras que la más joven había pasado ya los cuarenta Abriles. La directora de la casa era Da. Gualupita, diminutivo injustamente dado, pues era un demonio encarnado. Jamás la vi reír, no recuerdo haberla visto perdonar, ignorante en grado superlativo, no era capaz de hacernos la más pequeña explicación de aquello que nos enseñaba.
La instrucción que nos daba se reducía a la lectura, el catesismo del Padre Ripalda y al Fleury que nos obligaban a aprender de memoria como si fuéramos Pericos, y sin hacernos la menor explicación.
Poco o nada se aprendía alli; pues todo consistía en repetir de memoria lo que nos enseñaban y como no nos hacían la menor esplicación, no podíamos concerbarlo fácilmente en la memoria.
Pero si la instrucción faltaba allí por completo, las labores de mano que enseñaban aquellas maestras, eran de gran mérito y sumamente difíciles. Cada una de las niñas, tenía que hacer un dechado. Este se hacía en un género blanco de tela de un tamaño poco más o menos de 80 centímetros o media vara. Se comensaba por hacer el dobladillo de aquel género que había de ser dobladillo de ojo, y allí comensaban las primeras lágrimas, y los primeros castigos; luego seguía el lomillo que debía rodear todo aquel género, luego se comensaban a copiar diferentes dibujos de lomillo, más o menos difíciles, seguían los calados, con hilo, con seda, las randas de diversas maneras y luego los bordados en blanco, en fin aquello era un verdadero mosaico; pero de grandísimo mérito, pues que esos trabajos valen hoy fuertes sumas, y sé de algunas Señoras que han hendido sus dechados por 100 y hasta por 200 pesos. Yo concerbo aún el mío, que no tengo memoria de la edad que yo tenía cuando lo comensé, y aunque me causa cierta satisfacción el ver mi obra, también recuerdo con horror los castigos y lágrimas que me costó.
Se terminaba este trabajo con esta inscripción Lo labró Conchita Lonbardo. Por el apellido Lombardo verán mis lectores la ortografía de mis maestras del Hospital de Terceros.
Cuando no sabíamos nuestras lecciones, se encolerizaba, arqueaba las sejas, arrimaba su cabesa a las nuestras y a grito tendido, repetía palabra por palabra, lo que no sabíamos decir. No contentándose con aquellos gritos que nos asustaban, los acompañaba con una lluvia de dedalazos en nuestras pobres cabezas.
La maestra de costura en blanco se llamaba María de Jesús, la llamábamos Chuchi por cariño ¡oh ironía! Esa debía tener sus 60 años. Era sorda, miope y tenía sólo tres pelos en la cabeza. También era terrible y me impuso tales penitencias, que un día, habiéndome hecho perder completamente la pasiencia, le heché en su calva cabeza un Gato.
De la tercera maestra nunca supe el nombre pues la llamábamos comadre y según mis recuerdos, era más humanitaria que las hermanas. La cuarta y sin disputa la más dulce de carácter, era una muger que pasaba de cuarenta años; pero como era la más joven de las maestras, la llamábamos Da. Pepita la chica.
Esa no enseñaba nada, y recuerdo que pasaba largas horas leyendo, o. conversando con una de las hijas del Director del Hospital que con mucha frecuencia venía a la Amiga.
No recuerdo la edad que tenía yo cuando entré a esa casa, pero debía yo ser muy pequeña, supuesto que al uso de la razón, me encontré allí sin saber cómo.
Les tenía yo tal miedo a mis maestras. que temblaba yo toda cuando me llamaban para tomarme la lección.
Saliamos de mi casa a las ocho de la mañana mis tres hermanas y yo acompañadas de nana [5] Dolores, la más viejaa de las cuatro nanas que había en casa, y en la cual mi madre tenía más confianza.
Llevábamos primero a mis dos hermanas a casa de su maestro y luego nos dejaban a nosotras en la Amiga.
Apenas entrábamos allí, nos arrodillábamos y recitábamos el Bendito [6] la oración Dominical, el Ave María y la Salve. Después nos sentábamos en el suelo con las piernas cruzadas a manera de turcas; pues era prohibido allí el usar las Sillas más que para adornar los cuartos y para las visitas cuando venían.
En aquella posición estudiávamos tres horas, con intervalos cortísimos en los cuales buscábamos toda cÍase ele pretestos para estar en pie. A las 11 y media llegaban los almuerzos y allí, en el mismo cuarto adonde estudiávamos nos los servían en mesitas pequeñas y muy bajas, pues también comíamos sentadas en el suelo.
Una o dos recreaciones teníamos en el día, pero si no las merecíamos no tomábamos parte en ellas.
Estas consistían en formar una rueda sentadas todas en el suelo y en jugar juegos de prendas que acababan por una o dos de nosotras castigadas.
El gran premio que se nos daba cuando éramos muy buenas y sabíamos bien nuestra lección, era el ir a visitar a Da. Pepita la grande y asistir a su almuerzo. Yo temblaba de recibir este premio porque aquella optuagenaria fumaba y tenía los dedos hazta la palma de la mano, amarillos del humo del tabaco, y cuando recibía una de nuestras visitas, para demostrarnos su satisfacción, tomaba un pedaso de pan, lo bañaba con sus sucios dedos en. un caldo de frijoles que comía y nos ponía en la poca esta delicada sopa.
De la misma manera que nos mandaban al cuarto de la tía Pepita para premiarnos, nos mandaban para castigarnos y recuerdo que más de una vez recibí de su mano una zurra de azotes con una disiplina de cuero que tenía colgada junto a su cama, al lado de la fuentesilla de agüa bendita.
Además de ese castigo, cuando durante varios días no sabíamos la lección, nos ponían en la cabesa las orejas de burro. Era este peinado una especie de casqueta de fieltro color de chocolate, que nos cubría, toda la cabesa hazta la frente, a los lados dos grandes orejas que nos caían hazta los hombros y por delante un par de ojos de paño negro y una lengüa colorada que tocaba nuestras narizes. En esta preciosa situación nos sentaban en una sillita (entonces sí nos daban silla) y nos ponían en el balcón de la casa que daba a una calle muy frecuentada. Pero el castigo de los castigos que les imponían a las ladronas, [7] éste consistía en sentarlas en medio del cuarto en una silla muy alta, que sólo servía para estas ocasiones, y ponerles en la cabeza un Tompeate [8] cubierto con grandes plumas de Pollo y de otras volátiles que formaban una gran pirámide en la cabeza; pero lo más terrible de este castigo, era que amarraban con. una cinta el objeto robado en aquel ridículo sombrero, y en la espalda de la culpable, fijaban un cartelón de papel adonde estaban escritas estas palabras “¡Por ladrona!”
A las cuatro de la tarde venía el coche de casa con una de las nanas y nos llevavan a pasear, generalmente íbamos a un Jardín llamado de Tolsá [9] que pertenecía a mi padre, allí me desquitaba de las largas horas que había pasado sentada en el suelo.
Endulsaba un tanto mi pena, y el temor que tenía de aquellas tiranas maestras, el que anualmente mi madre tomaba en el campo una casa y nos mandaba a mí y a mis hermanas a pasar un mes de temperamento fuera de la capital. De preferencia íbamos a un pueblecillo llamado Tizapán, en el cual hay un lugar pedregoso adonde pastean infinidad de cabras y al cual le dan el nombre del Cabrío. Al pie del pedregal, está una especie de glorieta cercada de árboles, y una pequeña casa que mi madre alquilaba; contigua a esa casa, había una gran cabaña adonde vivía. su propietaria, una anciana Doña Pachita, que pasaba los ochenta, y que hendía la leche, los quesos y los requesones que era el producto de las cabras.
Tenía Da. Pachita dos hermanos: José María, a quien llamaban Tataría, y que había cumplido sus cien años, y otro llamado José, a quien le decían Tata José que andaba en los noventa, aquellos tres hermanos eran los propíetarios de aquel citio, de la cabaña y de las cabras que poblaban el pedregal. El citio era ameno y muy frecuentado por las familias que pasaban el verano en San Angel, y en otros Pueblos de los alrededores. Allí hacían días de campo, y se bailaba en la glorieta y se gustaban los sabrosos quesos y requesones fabricados por Da. Pachita.
Se salía del Cabrío por una estrecha vereda que conducía a Tizapán y decendiendo siempre y costeando el río se llegaba al Pueblo.
Una de mis mayores diverciones allí era el columpio, en cuyo ejercicio era yo tan fuerte, que lo hacía en pie, y subía tan alto que se doblaban las cuerdas de uno y otro lado a mi pasage por los aires.
Me divertía también mucho hablar con Tataría, el cual me contaba algunos episodios de la guerra de nuestra independencia.
Diariamente nos bañábamos en el río y con frecuencia hacíamos largos paseos en asno para visitar los pueblos vecinos a Tizapán. Un día, se estenció nuestra escurcióri hasta San Angel; allí almorsamos y visitamos algunos jardines y huertas, adonde nos obsequiaron con preciosas flores, llenando nuestros bolsillos de esquisita fruta. Bolvíamos de nuestro paseo satisfechas y alegres; pero como no hay gusto completo en este mundo, a poco andar, se presentó a nuestra vista un negro nubarrón, el cielo se fue oscureciendo poco a poco, comensaron a tronar los rayos y en un abrir y serrar de ojos, se desplomó sobre nosotros, y sobre nuestros pobres borricos, una lluvia torrencial.
¿Qué hacer en aquel camino? no había adonde guarecemos, los jumentos dijeron “aquí nos paramos” y el agua nos entraba por la cabeza, y nos salía por los pies. Así, por bien o por fuersa, tubimos que tomar aquel largo baño de regadera.
Las nanas afligidas no sabían qué haser, mi hermana Merced que era la más pequeñita, lloraba de miedo, pero a mí me puso de mejor humor aquella aventura, y mirando a las nanas hechas una sopa como lo estaba yo, les decía, ”Este aguasero es mejor que la lluvia de azotes y dedalasos que me esperan en el Hospital de Terceros.” Pocos días después, no sé si por esta circunstancia, o por otra, bolvimos a la Capital, y yo a sufrir con mis crueles maestras.
Sin embargo, cuando salía de allí, olvidaba aquellas horas de tormento y no pensaba en otras cosas que en mis juegos y travesuras. Mi paseo favorito era el jardín de Tolsá, adonde íbamos más a menudo, y adonde encontraba más campo para divertirme; allí me entregaba con ardor a todos los juegos que podían dar un mobimiento activo a un cuerpo, como el columpio, el volador, las apuestas a correr, y todos los juegos varoniles que formaban mis delicias.
Me acuerdo con horror que en aquel jardín, vi una ves a un hombre ahogado en un grande y profundo estanque que había allí, y a otro hombre que andaba siempre paseándose sin hablar con nadie y la parte inferior de la cara hazta la nariz, cubierta con· una mascada; [10] a mí me picaba una curiosidad terrible por hablarle y cuando me quería acercar a él mi nana me jalaba bruscamente del braso y me alejaba diciéndome “niña no te acerques a ese hombre”. Yo no me contenté con eso y un día por fin burlando el cuidado de mi nana, me acerqué a aquel personage, le hablé, le di la mano y conversé un momento con él. Como nada le encontré de extraordinario, fui corriendo a contárselo a mi nana y le dije “¿porqué no me dejabas hablar con él?” ella me contestó indignada, “¡Niña, le haz dado la mano al berdugo!” Como en medio de mi ignorancia sabía yo que el berdugo era el que ahorcaba a los condenados a muerte, me di una tal horrorizada que en muchos días no quise volver al jardín.
También me imprecionó mucho en esa época, una familia que vivía en la única casa que había contigüa al jardín. ·
Esta familia se componía de una madre, tres hijos varones y una hembra.
Eran el terror de la vecindad porque se sabía que muchas de las personas que habían entrado allí, no habían salido. En el jardín robaban las plantas, las frutas y cuanto encontraban a la mano, y para operar sus robos saltaban por una tapia que los dividía del jardín. Los que guardaban nuestra propiedad, les tenían tal miedo que no se atrevían a reconvenirles.
La vida de esa familia era en todo misteriosa. La puerta y ventanas de la casa estaban siempre serradas herméticamente. Sin criadas, no se sabía quién les compraba la comida, sin fortuna, no se sabía de qué vivían. Los hijos solían hacer ausencias de dos y tres meses y se sabía su regreso por los horribles gritos que sin embargo de su encierro, se oían desde la calle. Por las noches, salían de su horrible madriguera llenando de terror todo el barrio de donde vivían. Algunos decían que eran monederos falsos, otros que ladrones, y muchos los tomaban por hechiseros, y al verlos hacían el signo de la Cruz.
Yo ignoro cómo acabaron ni qué fue de esa familia, porque cuando se mudaron de allí, los perdí completamente de vista.
Mis diverciones en casa eran diferentes a las de mis hermanas. Detestaba yo las muñecas y todos aquellos juegos naturales de mi sexo y de mi edad.
Tenía yo una pación por el Teatro y como no tenía yo elementos para poseer un Teatrito como los que hoy se venden, armé una exena en un caj6n de bino de Burdeos y allí puse decoraciones, personages y hazta tramoyas. Las pinturas me las hacía un muchacho que estaba en el Colegio de Minería, el cual era como de nuestra familia y había yo hecho un contrato con, él de que por cada decoración le mandaría yo unos dulces, así es que cuando necesitaba algo para mi Teatro y no tenía yo dinero, me procuraba los dulces de la despensa de la casa.
Las tramoyas, las hacía bajo mi dirección el maestro Pedro, un carpintero que alquilaba un cuarto que daba a la calle, en el piso bajo de nuestra casa. A mis funciones de Teatro asistían generalmente varios de los criados de casa, y como me gustaba tener muchos personages nuevos y tenía yo poco dinero, recurría a un ardid que me solía salir bien. Iba yo al estudio de mi Padre y comensaba a tocar la puerta, tan, tan, silencio, no me contestaba, otra ves tan, tan y agregaba yo, “Papasito, hasme el favor de abrirme, necesito hablarte, esta noche te dedico la función en mi Teatro y necesito dinero. Me faltan dos personages, el Diablo y la Bruja”. Se abría la puerta, y llenándome de caricias me decía, “guerita, no me dejas trabajar”, luego me llevava de la mano cerca de una alacena adonde tenía muchas talegas de pesos [11] y de allí sacaba barias monedas que me ponía en el bolsillo. Por la noche comensaba la función, y mi papasito se ponía detrás de alguna puerta para oír lo que yo hacía, entonces Hermenegilda me lo advertía y yo, como si no lo viera, al fin del acto, le improvisaba un berso que yo cantaba y que decía, En esta grande función, se va a bailar con un dardo, ¡Gritemos con alegría! ¡Que viva Don Francisco María Lombardo! ¡Que viva!. gritaba mi auditorio. Todo esto encantaba a mi amado papasito, que saliendo de su escondite aplaudía y me llenaba de besos.
El maestro Pedro carpintero que nunca pagaba, era amabilísimo conmigo y hacía cuanto yo quería.
Habían en casa unos catorce criados, entre ellos, un viejo portero que se llamaba Barrera; era la honrrades en persona; pero tonto en extremo, burdo e ignorante. Estaba casado con una joven, que podía ser su hija, graciosa, inteligente y algo instruida, para su clace. La pobre quedó huérfana desde su más tierna edad y en poder de una tía, que la sacrificó entregándola a ese marido.
Cada año tenía un hijo, y se ocupaba de su numerosa prole con la mayor ternura, educándolos y dirijiéndolos por el buen camino.
La mayor de sus hijas, se llamaba Hermenegilda, y era poco más o menos de mi edad.
Esa era un satélite, en todos mis juegos y travesuras, y se prestaba a cuanto yo quería.
Si se trataba de saltar por una ventana me hacía la guardia ·para que nadie me viese, si daba alguna función en mi teatro, la vestía yo de reina para que presidiese la representación y si por desgracia estaba yo reñida o castigada, ella estaba triste y lloraba conmigo. Su pobre madre, murió en nuestra casa a consecuencia de su último parto. Poco tiempo después, murió mi madre. El portero Barrera, padre de mi querida Hennenegilda, salió de nuestra casa, después de doce años de serbicio, y con el tiempo los perdí de vista.
En México los días de muertos, es decir el 2 de Nobiembre se benden una cantidad de objetos que recuerdan hazta a los niños el fin del hombre, es decir la muerte.
Fabrican unas especies de catafalcos de madera pintados de negro a los cuales les dan el nombre de Tumbitas.
Estas están formadas con tres o cuatro gradas en disminución una de otra.
Al estremo de cada grada hay un candelero adonde se colocan belitas de cera que benden en esos días para el efecto.
En las gradas de la tumbita se colocan figuritas de azúcar en forma de canillas de muerto, de calaveras y de bustos de mugeres que representan las almas del purgatorio.
En la parte superior se coloca el muerto, un muñequito de papel con la cabesa formada con un garbanzo. Generalmente vestido de Obispo o de General. En uno de estos días de muertos no recuerdo el año, pero era yo muy pequeña, nos compraron las tales Tumbitas y sin embargo de la prohibición de mi madre de no ensender las velas estando solas no obedesimos y yo con mi hermana Lupe y Tiburcio un chiquillo hermano de mi nana, nos enserramos en un cuarto que estaba en el patio de casa y ensendimos las belitas. Mi hermana Lupe que llevava un bestido de muselina con grandes mangas pasó el braso sobre las velas de delante ya ensendidas para ensender las de atrás y en un segundo prendió fuego su vestido.
El muchacho que estaba con nosotras la quiso apagar con su chaqueta pero ésta cornensó también a arder. Cuando yo vi salir las llamas de los dos eché a correr por el patio y los corredores dando gritos de terror. Los criados todos que se encontraban en la cosina comiendo se !ansa.ron a ver lo que nos sucedía- y gracias a sus esfuersos lograron apagar el fuego que ya había consumido la chaqueta de Tiburcio y devorado todo el corpiño del vestido de mi pobre hermana.
Las llagas de ésta en el cuello fueron tales, que durante tres meses se luchó para salvarla y sus sicatrises las concerba hazta la vejez.
Dios en esa ocación corno en otras muchas de mi vida me salvó como por milagro.
El 6 de Dbre. del año 1844 hubo en México una rebolución que ocacionó la caída del poder del General Dn. Antonio López de Santa-Anna que ocupaba el puesto de Presidente de la República. Como mi padre servía a esa administración y como era notorio el afecto que profesaba al Presidente, así como sus ideas liberales contrarias a las del Gral. Paredes que tiraba de la presidencia a Santa-Anna, apenas cayó el Gobierno, mi padre fue puesto en prición.
Anotaciones:
[1] El Obispo Dn. José María Belaunzarán, fue persona: notaele en las guerras de inde pendencia, pues el 25 de noviembre del año 181O en medio de las atrocidades del Gral. es pañol Calleja, habiendo éste ordenado que se pasacen a cuchillo, todos los habitantes de Guanajuato, siendo en esa época el Obispo Belaunzarán, religioso Dieguino, se pre: sent6 en la plaza principal, al General Flon, encargado de ejecutar la terrible sentencia y arrodillándose delante del general español, le presentó un Crusifijo que llebaba en la mano, suplicándole suspendiese la ejecución de la bárbara orden. El Gral. Flon, se conmo bió y la voz de la caridad fue escuchada.
[2] Se usa en México, que los Padrinos de bautismo, den a todos los asistentes al bautismo, una moneda que varía según las facultades del Padrino y a·ésta la llaman Bolo.
[3] Estos datos de la familia de mi padre, los he adquirido en Europa. En México existe en poder de mi cuñado Dn. Vicente Vidal, un retrato de cuerpo entero de mi abuelo Lombardo .en el cual dice quién era y dónde nació.
[4] Amiga, nombre que dan en México a las escuelas primarias.
[5] Nana es el nombre que se les da en México a las criadas que cargan a los niños y que en España llaman niñeras.
[6] Una especie de Alabado que se dice en México diariamente y particularmente al fin del rosario.
[7] Estos robos consistían en carretes de hilo y madejas de seda.
[8] Tompeate, nombre que dan los indios de México a una especie de canasta en forma de cubo tejida con junco, y que sirben para usos domésticos.
[9] El jardín de Tolsa era un paseo público, y los domingos se hacían allí fiestas populares, muy concurridas, los días de trabajo solo podía entrar allí nuestra familia.
[10] Mascada, pañuelo de seda que usa mucho la gente baja de México al cuello.
[11] En México no había entonces papel moneda, y el oro era escaso. Llaman talegas a unas bolsas de cuerda fabricadas por los indios que contienen mil pesos cada una.