Cómo descubrieron los niños la identidad secreta de Santa Claus

Hace unos días entré a una juguetería para comprar dos regalos. Uno para un niño de seis años, el otro para uno de once. Iba sola, así que me tomé el tiempo para merodear por los pasillos.

Finalmente elegí un juego de ingenio para el de once y una hamaca para el de seis. Al llegar a la caja observé cómo un niño diminuto, de unos cuatro años, pasaba por mis piernas, corría y tocaba todo lo que tenía a su alcance mientras su abuela, que estaba detrás mío, lo llamaba por su nombre.

Cuando buscaba la billetera dentro del bolso, la vendedora me dijo desprevenida: “Querida, ¿te los envuelvo, no?” “¿Son los de Papá Noel?”.

Fueron dos segundos de pánico. La abuela giró la cabeza rápido, y la vendedora se tapó la boca con las manos. Ninguna de las tres sabíamos si el niño en cuestión había escuchado algo. Le dije “sí” con la cabeza, pagué y me fui rápido del lugar. No quería ser cómplice de esa tragedia. No quería ser testigo de cómo la ilusión de un niño se desmoronaba.

El abuelo Santa Claus

No recuerdo la edad exacta en la que descubrí que los regalos navideños no los traía Papá Noel, Santa Claus, el Niño Dios, el Viejito Pascuero, o como se llame este personaje legendario en cada país de Latinoamérica.

Era pequeña, estábamos en la casa de mis abuelos maternos, en Buenos Aires.  La casa era gigante y estaba repleta de escaleras y recovecos. Así la recuerdo al menos.

Era 24 de diciembre a la noche y estaba jugando con mi hermano menor a las escondidas. Accidentalmente me topé con todos los regalos debajo de una cama. Vi envoltorios coloridos y con moños. Imposible distinguir qué había dentro de cada paquete.

Junto a ellos, había una bolsa en la que sobresalía una barba blanca y brillante. Volví a la cena y no dije nada. Más tarde noté cómo mi abuelo se escabullía entre los invitados.

Minutos después regresó disfrazado, con una bolsa repleta de juguetes. Lo abracé y continué con el ritual como si nada hubiese pasado. No recuerdo haberme sentido triste, sino feliz por saber que todos los años mi familia era partícipe de una escena que nos llenaba de alegría.

Al descubrir la verdad sobre Papá Noel algunos sentimos alivio, otros sienten felicidad y otros tantos, tristeza y desilusión. Hablamos con jóvenes de distintos países para que nos cuenten su experiencia al enterarse de esta ficción.

Maestra lengua larga

Era 1995, yo tenía ochos años y ya estábamos finalizando las clases. La maestra que teníamos asumió descaradamente que todos estábamos enterados de que Papá Noel no existía y dijo en clase: “Como ustedes saben, los regalos los traen los padres porque lo de Papá Noel es una mentira”.

El ochenta por ciento de la clase lo afirmó a carcajadas, pero entre las pocas alumnas que no tenían esa información estaba yo. Nos miramos entre nosotras con una cara irreproducible.

Me acerqué a la maestra y le dije que yo no lo sabía y ella se puso blanca. Más tarde le comenté a mi madre y recuerdo que hubo un conflicto en el colegio, entre los padres, las maestras y la directora. Fue medio una tragedia.

Dolorosa verdad

La Navidad en la que supe que Papá Noel eran mis padres fue en el año 2000. Tenía ocho años y una casa de juguete en la mira. Iba al supermercado solo a ver si se la llevaban o no. En mis cartas a Papá Noel pedía cosas demenciales y nunca me traían lo de la lista, pero ese año pedí la casa de juguete. Blanca, techo rojo, cortada a la mitad con ventanas y puertas que se abren y cierran.

Una tarde cercana a Navidad mi hermana, seis años mayor, se quedó a cargo mío. Estábamos en el living de casa, conviviendo con el calor de diciembre y el brillo que reflejaban las bolas doradas del árbol de Navidad en una esquina, calcinado por el sol.

“¿Mamá y papá?”, le pregunté. “Se fueron al súper, a comprar los regalos de Navidad, porque Papá Noel no existe, Papá Noel son papá y mamá”, me respondió fríamente, sin dudar ni un momento. Recuerdo mirarla sorprendida: no le creí, sentí algo que nunca había experimentado, era dolor mezclado con odio, hacia ella y hacia mis padres, pero más hacia ella. Luego de eso siguió el llanto desconsolado.

El Viejo Pascuero falso

Me crié en Concepción, una ciudad del sur de Chile, en un barrio típico de clase media. Específicamente en el pasaje de la villa en que vivíamos había muchos niños de mi edad. Yo tenía cinco años y muy buenos amiguitos.

Los papás se pusieron de acuerdo para que esa nochebuena de 1995 los regalos fueran repartidos por un vecino que se disfrazó de Viejo Pascuero.

Era un vecino mayor, canoso y algo gordito, muy parecido a la idea de Viejo Pascuero que tenemos aquí. Él pasó casa por casa entregando los regalos. Cuando tocó la puerta de mi casa yo la abrí emocionada, pero rápidamente me di cuenta de que no era el Viejo Pascuero real, sino mi vecino quien estaba personificado.

Me tuve que morder la lengua para no decir nada y fingí que había creído toda la historia que habían ideado los papás para sus hijos. Me quedé impresionada. Había descubierto una verdad que no supe manifestar en aquel momento.

Según mi madre, tiempo después se lo comenté. Ella me explicó que el Viejo Pascuero no existía y me pidió que no les dijera a los demás niños porque era bonito que ellos creyeran y que se dieran cuenta solos.

No recuerdo qué fue lo que recibí ese año que me enteré, pero seguramente como todos los niños de los años 90 en Chile, habría pedido un juguete. Sí recuerdo que esa Navidad la pasamos con mi abuela y con mi mamá en la casa donde vivíamos en esa época.

“El Niño Dios son los papás”

Cuando estaba en primero o segunda de primaria —es decir que tenía unos siete u ocho años— pasaba tiempo con mi mejor amiga, Andrea. Recuerdo que estábamos en el patio del colegio y una tarde me dijo: “Ya sabes que el Niño Dios no existe. El Niño Dios son los papás”. Yo no le creía, no le creía nada de lo que estaba diciendo.

Ese día regresé a casa súper triste. Apenas me encontré con mi hermana, que era cuatro años mayor, se lo comenté: “Nicole, imagínate que llegó Andrea y me dijo que el Niño Dios no existe, que el Niño Dios son los papás”, y mi hermana me respondió: “El Niño Dios sí existe, Nadine, ¡Yo lo vi! Una vez me quedé despierta, vi cómo se abrió un hueco en el techo y empezaron a bajar los regalos. La verdad es que no llegué a verlo a él, pero llegué a ver un polvo mágico que bajaba junto a los regalos con una luz brillante”.

En ese momento me lo imaginé todo. Me sentí súper ilusionada. Ese año decidí quedarme despierta, esperé a que pase algo de lo que mi hermana me había contado, pero eso nunca sucedió. Simplemente llegué a la conclusión de que el Niño Dios eran los papas.

 

“El Ratón Pérez son los padres”

Tenía ocho años y me estaba yendo a una excursión con el colegio. En medio de la excursión mi compañera de banco me dijo: “Che, ¿vos sabías que el Ratón Pérez son los padres no?” Y yo me quedé helada.

Recuerdo que me afectó bastante, estuve cómo pasmada toda la jornada. Esa tarde regresé a mi casa y lo primero que hice fue enfrentar a mi papá: “¿El Ratón Pérez son ustedes? ¿Entonces Papá Noel y Los Reyes Magos también? ¿Es todo mentira?”, y mi papá me respondió que sí, que efectivamente lo había descubierto. En ese momento vi a mi mamá detrás de él gritando: “¡No!” “¡No es verdad!”.

Bueno, mi mamá es bastante fanática de la Navidad y de la fantasía, claramente pretendía que de alguna manera siga creyendo por más tiempo. Mi padre aceptó la derrota más rápido y con eso me bastó.

“La inocencia de mis papás”

Ese día, que debía ser un 24 de diciembre de 1996, Camila, mi hermana, y yo estábamos jugando en la biblioteca del segundo piso de la casa. Con nosotras estaba jugando Natalia, una amiga cercana. De la calle llegó el ruido del carro de mi papá, un ruido que Camila y yo esperábamos con ansias todos los días. Ese día, no lo esperábamos tan temprano. Mi mamá nos llamó al primer piso, pero antes de bajar yo me asomé a la ventana sin correr la cortina. A través del velo pude ver el baúl abierto del carro. Mi papá y mi tío estaban organizando unos paquetes. Me acerqué lo más que pude, pegué más la nariz al vidrio sin separar el velo de la cortina y ahí, en el baúl, alcancé a ver la muñeca que Camila había pedido, el cochecito para bebés de Natalia y mi Barbie Gimnasta, los tres escondidos en medio de otros paquetes en el baúl.

Al día de hoy no logro comprender la sensación; no sé si tuve miedo, no sé si fue una desilusión, no sé si me dieron ganas de llorar, de correr y gritarles que ya me había dado cuenta. Sé que algo se me escurrió en el estómago, como un peso descargado de algún muro alto entre las tripas. Sin embargo, el primer impulso que tuve fue el de proteger a Camila y a Natalia para que ellas no se dieran cuenta de lo que yo ya había descubierto. Me di la vuelta rápido y las saqué de la biblioteca.

Recuerdo que, luego del asombro, mi primer pensamiento, más allá de la desilusión de darme cuenta que el Niño Dios eran los papás, fue también una sensación de agradecimiento a ellos por el esfuerzo que hacían para que nosotras no nos diéramos cuenta. Había cierto placer y cierto amor en darme cuenta de la inocencia de mis papás, que querían, que soñaban, con mi espera del Niño Dios. Decirles que me había dado cuenta era también romperles el corazón.

Entonces este recuerdo se me volvió maraña porque traté de suprimirlo. Aunque en las navidades siguientes yo ya supiera dónde estaban mis papás cuando se perdían días antes del 24, en mi cabeza preferí olvidar las imágenes, no solo para poder seguir disfrutando de la fiesta sino para que mis papás no se sintieran mal por haberse dejado descubrir y para que, incluso para ellos, el Niño Dios siguiera siendo real.

“Papá Noel usa los mismos zapatos que vos”

Todos los años pasábamos la Navidad en casa de mis abuelos maternos. Mi abuela le había hecho el traje a mi abuelo para que se disfrazara de Papá Noel. El target daba perfecto, era petiso y gordito.

Ese año éramos doce primos. Yo ya tenía ocho y mi hermana seis. Nos llevaron al balcón de la casa para distraernos mientras que mi abuelo disfrazado entró por la puerta del comedor. Una vez más gritó: JO, JO, JO, con una bolsa repleta de regalos. Todos nos abalanzamos a la bolsa sin dar respiro. Recuerdo que rápidamente desapareció y luego apareció nuevamente sin el disfraz. Apenas volvimos a ver a mi abuelo fuimos corriendo junto con mi hermana a mostrarle los regalos y le comenté: “Abuelo, nunca estás cuando aparece Papá Noel”, y él me respondió que tuvo que ir a atender un paciente, porque era médico. Y le respondí: “¡Pero todos los años te llama un paciente para Navidad!”. Y mi hermana acotó: “¿Sabés, abuelo, que Papá Noel usa los mismos zapatos que vos?”.

Con información de https://www.vice.com/es/article/akdj8g/asi-descubrimos-que-los-regalos-de-navidad-los-traian-nuestros-padres

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Fuente: Cómo descubrieron los niños la identidad secreta de Santa Claus

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